Dr. Pirata. Nazis en la costa gaditana

Frederiche von Freienfels pasó a ser el doctor Luis Gurruchaga Iturria cuando se refugió en Chipiona · El médico pronto se hizo popular entre los lugareños por su enorme carisma y su gran profesionalidad

Liana Romero

25 de agosto 2011 - 01:00

Gran número de nazis que huyeron de Alemania tras la caída del III Reich, buscaron refugio en España, concretamente en la costa gaditana. Con documentación falsa a su alcance en un régimen permisivo, fueron aparcando de incógnito; la mayoría en Zahara de los Atunes. El doctor Gurruchaga escogió Chipiona. Frederiche von Freienfels, de frontera para arriba; Luis Gurruchaga Iturria, natural de San Sebastián con credenciales, en España. Milagros de la burocracia.

Se le asignó la dirección del sanatorio Santa Clara, en Punta Camarón, a un tiro de piedra del Santuario de Nuestra Señora de Regla. Gurruchaga eran un genio de la medicina. Era un médico que curaba a desahuciados y recomponía miembros afectados, como el mejor de los mecánicos pudiera hacer con una chatarra. Pronto se hizo popular entre los lugareños por su enorme carisma y profesionalidad. Atlético de complexión y fácil sonrisa, emanaba confianza y cordialidad. Y nadie sentía curiosidad por su pasado que Luis se cuidaba de camuflar. No hablaba de su familia ni desplegaba fotos a su alrededor. Llegado el momento, su mirada azul acero cortaba cualquier atisbo de interrogatorio.

Solía recorrer Chipiona a lomos de un asno, tocado con un 'fez' marroquí compartiendo 'castoras' (vasito de medida concreta donde se sirve el vino allí), con pescadores y profesionales. Fue un personaje curioso que se hizo querer y respetar. Solo tres personas llegaron a penetrar las puertas de su hermetismo, dos hombres y una dama. A estos privilegiados confidentes les hacía partícipes de sus pasadas vivencias, cuando era el doctor F. von Freienfels, distinguido miembro de las S.S., actuando en campos de exterminio: Dachau, Mauthausen, o Auschwitz. Donde los médicos llevaban a cabo atroces experimentos. Ensañándose con los prisioneros rusos. Todo estaba permitido en aras de la ciencia.

Detalles menos escabrosos, Luis contaba cómo eran utilizadas las cabelleras de las mujeres para tejer calcetines para las tripulaciones de los submarinos U-Boat, o las piezas dentales de oro de los prisioneros con las que se reparaban las de tropas alemanas.

También desveló cómo había gaseado un tren repleto de judíos con destino a un campo de exterminio. Luis tenía órdenes de conducir a los prisioneros a su trágico final. Pero él optó por adelantar el inevitable holocausto, a sabiendas de lo que les esperaba al final del trayecto; así que confinó a los condenados en los vagones en los que ordenó filtrar el gas hasta eliminarlos. No se jactaba de ello, más bien era un abrir el paso a los fantasmas que le perseguían desde entonces.

Freienfels había cruzado los Pirineos abandonando su bagaje de maldades al otro lado, Gurruchaga no era el mismo.

Una plácida tarde del mes de agosto, día de Santa Elena, ocurrió la trágica explosión de polvorines de Cádiz. Los cristales crujieron en Chipiona y el estruendo alteró la celebración de la Santa. Entonces, en el preciso instante en que se localizó el lugar del suceso, en Cádiz capital, Luis Gurruchaga saltó a su vehículo portando sus instrumentos y enfiló la carretera hacia el caos. El doctor permaneció día y noche auxiliando a cuantos le necesitaban, hasta caer exhausto. Salvó muchas vidas; ¡Demasiado tarde para redimir su pasado! Pero los que se escondieron en Cabo Plata, hicieron menos.

Por entonces, Luis había adquirido un yate sin grandes pretensiones, que conservaba fondeado en el puerto de Chipiona. Era una embarcación en la que Gurruchaga llevó a cabo algunos retoques mínimos con ayuda de Cuquito, un carpintero de rivera. Solo ellos conocían los entresijos de aquel barco. El doctor lo sacaba a la mar en tiempo libre cargado de enfermeras guapas voltejeando sin riesgo. Pero algunas tardes, Luis abandonaba puerto a la caída del sol tras la peña de Salmedina, en compañía de un marinero de su confianza: el Faisco, y se perdían mar adentro en dirección al Estrecho de Gibraltar, llegando al puerto de Tánger, donde comenzaban sus noches de frenética actividad. La embarcación contaba con un compartimiento adosado a la quilla al que se accedía por una trampilla bajo una alfombra, con la apertura suficiente para que una persona pasara con carga limitada. Así lo utilizaba Luis para contrabando de radios y tabaco. Finalmente, regresaba a las playas de Chipiona, donde le esperaban sus contactos con vehículos para transportar la mercancía. Continuó con esta rutina hasta que se le ocurrió un sistema más rentable. Esperar merodeando por el Estrecho, a que en plena noche cruzaran otras embarcaciones contrabandistas. Las asaltaba, reduciendo a sus tripulantes, les robaba la carga que podía, emprendiendo la huida con el botín. Hasta que se le gastó la suerte de tanto usarla. Tuvo lugar un incidente con otro yate, el Jess B, y fue apresado por la policía marroquí, confinándole en el Lazareto de Malabata con una condena de cinco años de internamiento. Que se redujo a pocos días puesto que escapó. Esta odisea dio origen a su sobrenombre de Dr. Pirata. Era un personaje de leyenda, moderno Robin Hood, puesto que atendía generosamente a los necesitados de Chipiona con sus 'ganancias'. No recuerdo como se solucionó su situación legal. Regresó a Chipiona y fue obligado a dimitir de su puesto de director del sanatorio, rompiendo el corazón de sus enfermeras. Se esfumó el Dr. Pirata dejando una sonrisa en los labios de cuantos le conocieron en Chipiona. Quienes recordaban anécdotas sobre él.

Luis tenía una bala alojada en un recoveco de su espalda y cuando le acuciaba el dolor, se encerraba en su despacho con una botella de brandy y seguidamente, se dedicaba a disparar con un arma contra techo y paredes, dejándolas llenas de muescas (a mí me divertía infiltrarme en aquel su santuario, y acoplar las yemas de mis dedos a esas 'heridas en la pared', como yo las consideraba. Puro morbo infantil).

Transcurrieron años hasta que, casualmente, nos encontramos en Madrid. Luis Gurruchaga se había casado con una señora extremadamente religiosa y vivía en el barrio de Salamanca. En una mansión fuertemente protegida, rodeado de imágenes de vírgenes y santos, crucifijos y rosarios por doquier. Practicaba medicina privadamente y contaba con una exquisita clientela. Pero… siempre hay un comando israelí, que ni olvida ni perdona, con sorprendentes recursos de localización de nazis 'perdidos'. Así descubrieron a Freienfels con el propósito de enfrentarlo a las cenizas de un holocausto que reclaman el saldo de una deuda dormida, no cancelada.

Principiando con enviar un obsequio al Dr. Gurruchaga, bellamente empaquetado, por un mensajero uniformado. Luis lo recibió confiadamente pero de inmediato lo depositó sin abrir sobre una silla en el hall, y llamó a los artificieros. Efectivamente, era un explosivo.

El segundo intento por parte del 'enemigo' fue más doloroso. Cierta noche acudió a su domicilio un chófer que se identificó como enviado por uno de sus pacientes más leales, con el ruego de acudir a prestarle ayuda. Luis estaba habituado a estos requerimientos por parte de sus clientes que recompensaban la molestia con generosidad. Se cambió de ropa y alcanzando su maletín de piel negra, lo acompañó subiendo al vehículo que esperaba frente al portal. Relajado, inquirió: ¿Qué le ocurre a su señor? ¿Por qué no me ha llamado él? Estaba muy angustiado, me ordenó que lo llevara inmediatamente, respondió el chófer y continuó conduciendo. Tanto condujo, que sacó a Luis de Madrid a toda velocidad. Este se percató de la encerrona demasiado tarde. Con las puertas herméticamente cerradas y el cristal divisorio interior subido, llegaron a un punto en plena oscuridad, donde esperaba otro coche. Cuatro hombres le hicieron bajar y comenzaron a propinarle una salvaje paliza. Finalmente, creyéndole muerto, le empujaron por un terraplén al otro lado de la cuneta, al tiempo que murmuraban: Te buscamos y te encontramos. Te hemos juzgado, condenado y ejecutado. ¡Así de fácil! Ahora, vamos a continuar la cacería. Y Luis perdió el sentido. Los comandos israelitas no actúan de esta forma, por lo que se sospecha, fue labor de mercenarios, de algún pariente resentido de víctima del holocausto; puede ser que un superviviente del horror…

Pero Luis pudo contarme su odisea, tal vez alguno de los santos que presidían sus estanterías lo mantuvo vivo hasta su rescate. Un santo con uniforme de policía de tráfico. Gurruchaga surgió de lo imposible como un James Bond o un Indiana Jones (aunque con los genitales inservibles…).

Lo último que oí de sus labios fue: "He vivido mucho y he amado mucho. A mi patria, a las mujeres y el riesgo. Estoy cansado de huir de los demás y de mí mismo".

Entonces, le perdí el rastro definitivamente.

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