De andar por casa
Miniatura modernista
Dicen que ha muerto. Pero si hubo alguien capaz de asistir a su funeral, además de Tom Sawyer y Hukleberry Finn, ese fue Manuel Bernet Trapero. Y a diferencia de los personajes de Mark Twain, Bernet era real. Al menos, eso se cree. Nadie anda bien seguro.
El periodismo solía ser oficio de leyendas. Negras o blancas, rutilantes o sombrías, pero leyendas a la postre. Es verídico, sin embargo, que Manuel Bernet regresó de entre los muertos, para irrumpir en su propio velatorio con general conmoción.
Ese primer óbito suyo acaeció tras un viaje como polizón en tren. Él usaba de aquella trashumancia ilegal, encaramado a vagones, que tatuaban el mapa de la España famélica.
Hasta donde la memoria alcanza, Bernet y un gregario -el auténtico fallecido- saltaron de un convoy en marcha, allá por los Pirineos. Pretendían cruzar a Francia y eligieron mal momento. Una ventisca arreció, cumbres abajo, congelando a hombres y esperanzas. El compañero de Manolo renqueaba, lesionado tras el salto, y el temporal no dio cuartel. En algún instante de esa agónica travesía, ambos intercambiaron sus pellizas. Finalmente, su adlátere se quedó en la montaña, vistiendo el tabardo de Bernet y con papeles de éste en un bolsillo.
Tras varios sinsabores, Manuel regresó días más tarde a su Córdoba natal. Las noticias sobre su muerte llegaron antes. La Guardia Civil había hallado un cadáver en la nieve, con indicios bastantes como para declarar muerto a ese muchacho, enjuto y bajito. El mismo tipo, echao p´alante, que ahora se colaba en su velorio.
"Muere una vez, vive otras cien", maldecían los igorotes. Así habitó Bernet entre nosotros, aunque a él los igorotes le importaban un bledo. Y esas reencarnaciones fueron bravas y turbulentas, por lo que solía referir.
A veces, Manuel sacaba de su cartera una vieja instantánea. En ella, rondaba la veintena y lucía de militar, con trinchas de cuero y gorrillo isabelino de borlón. Bernet sostenía que aquel uniforme era de la Guardia de Franco. Sin embargo, había detalles extraños. El jamás abundó en pormenores sobre el tema pero, curiosamente, para ingresar en esa unidad debía medirse al menos uno setenta. Una talla que siempre excedió a la suya en una cuarta larga.
Resulta además difícil imaginarle en cualquier milicia. Nunca tolero demasiado bien la autoridad, ya fuese competente o incompetente.
Sin embargo, toda su vida le acompañó esa mirada fiera, la de aquel joven con pistola al cinto, poco dado a sutilezas y con pinta de no arrugarse. Confesaba Manolo que, tras romper de malas con "aquella jarca" (sic), se largó a Alemania, buscando horizontes. Alguien recordaba haberle visto allí, abriendo zanjas bajo la cellisca. Otros le evocan de planchista en la Volkswagen. El jamás entró en honduras, aunque admitía haber desempeñado ambos menesteres.
Si proclamaba Bernet sus dos grandes hallazgos en tierras germanas: la fotografía, y los campos nudistas. De la primera, aprendió sus rudimentos y se enamoraría de ella a perpetuidad. En cuanto a lo segundo, juraba haber permanecido tres horas tumbado bocabajo sobre la toalla playera, para que nadie advirtiese la tremenda…impresión, que le provocó el descubrimiento de tal práctica.
Pero Manuel regresaría a España sin más fortuna que la de buscarla. Sobrevivió entre la picaresca y el ingenio, para arraigarse definitivamente en Cádiz, cuyo armario de cadáveres conocía demasiado bien.
Aseguran que Bernet ha muerto, pero ignoran que él siempre lidió con la vida a mordiscos, a dentelladas secas y calientes. Que vivió años confusos y esquinados. Que ofició como chatarrero; tianguero en pollitos pintados de azul; mercachifle de "don-Nicanores-tocando-tambores", o retratista de fiar en el viejo Pay-Pay, aquel de los amores mercenarios y besos para todos.
Jamás tuvo Manolo más afán que la fotografía. Incluso colgado por las noches al pescante trasero de un camión de basuras, siguió con su picá, registrando mucho de lo humano y poco de lo divino. Una época correosa, que él atravesó, cámara en ristre, para acabar como fiel retratista de las tinieblas urbanas.
Bernet, nacido en la cara oculta del planeta, siempre tuvo bien claro una premisa: el lado malo de la manta es aquel que cubre tu cadáver. Esa conclusión le guió en su viaje a traves de la crónica negra. Una jungla tan sombría que, en comparación, la selva dantesca de La Divina Comedia parecería Eurodisney.
Es duro resistir en esa espesura, tanto como él aguantó. Su firma quedó para siempre asociada al drama y a la tensión más pura y dura. Primero, en los extintos El Caso y La Voz del Sur, y en los belinógrafos de Europa Press. Finalmente, en las páginas de Diario de Cádiz.
Jamás se anduvo con chiquitas, Manuel. Era hijo de tiempos torvos, donde la sangre se compraba al peso. A tanto el litro y con prima, si había difunto. La decadencia siempre prefirió el sensacionalismo a la cultura. Es una regla inmutable y que evita trances incómodos a los déspotas.
De modo que, cuando no había fotos de algún fiambre cotizado, recrearlas era la costumbre antañona. A veces, atrincherado en una esquina de la redacción, tras cantiñear una saeta con impensable chorro de voz, aún reía Bernet, por el colmillo, recordando el apuñalamiento en la bañera.
Aquel fue un suceso real. Uno de los pocos a cuyo escenario no pudo acceder. En esa contingencia, Manolo decidió reconstruirlo y, para ello, engatusó a un vecino del inmueble, cuyo cuarto de aseo se asemejaba al del finado.
Dispuesto el plató, Bernet pasó a los efectos especiales. Se pintó varias "puñaladas" ficticias y se chorreó en mercromina. Finalmente, se introdujo en la tina, cubriéndose el rostro con el antebrazo, pues así había aparecido el occiso. Agotado todo ese expediente, hizo que alguien le sacara varias tomas. Resultado: El Caso publicó el tema con gran cobertura gráfica, suscitando las iras de un allegado del difunto, pues el finado lucía un tatuaje, ausente del cadáver impostor.
Esa nota al margen en el currículo reporteril de Bernet, le hizo que jamás volviera a recrear nada. Invariablemente, siempre llegó el primero al sitio de la noticia. Era la cámara que estaba allí, si algo sucedía. Sus objetivos captaban, sin tregua ni descanso, de día o de noche, cuánto acaecía. Del suceso más irrisorio al más trágico. Daba igual si ocurría en las calles de la capital, en la provincia o en la mismísima boca del Averno.
Como el día que captó aquella imagen de un camión cisterna, incendiado y a punto de estallar, mientras un helicóptero le vertía encima una descarga de agua. Esa foto no registra los alaridos de los bomberos, gritando a Manuel que se alejara de allí, porque el vehículo iba a reventar. La instantánea la obtuvo a escasos metros del vehículo y bajo una temperatura infernal. Medio segundo más y hubiera sido la última.
Ahora aseguran, dicen, que ha muerto. Imposible. Él siempre tocó a las puertas del Hades, disparó su cámara y se dio el piro.
La película "El ojo público", inspirada en la vida Arthur Weege Fellig, el mítico foto-reportero del New York Daily News, siempre evoca a Bernet. Pero, admitámoslo, las andanzas de Weege se quedaban cortas al lado de las suyas. Nadie como Manuel pintó las entrañas de la conmoción y plasmó el lado feroz de lo cotidiano.
En su laboratorio -mitad gabinete del doctor Caligari, mitad ergástula- aquel menudo y endurecido fotero revelaba, sin que nadie lo supiera, otras imágenes impactantes. Pero aquellas eran fotos que jamás sacrificó a la rotativa, contraviniendo su íntimo credo. Como aquella de "la quinta del jaco", un raro momento que mostraba una junta de duros pandilleros, cuyos días exterminaron la heroina, la carcel y la miseria. También estaba la de aquel otro punto filipino, pura grima de tatuaje y músculos, a quien retrataría en una tarde de playa. Los reyes tuvieron pintores de cámara y los marginales, a Bernet. Por eso fueron los propios modelos, quienes le pidieron que les inmortalizara.
Durante su andadura profesional, Manuel siempre estuvo en la trinchera. Habrá fotografiado tantos cadáveres como cualquier reportero de guerra.
Incluso su propia pinta era algo bélica, un hibrido entre Robocop y Alfredo Landa: correas de camáras cruzadas al pecho, como si fueran cananas; el tahalí de su enorme bolsa de objetivos; su escáner portatil con auricular....
Una excéntrica panoplia que siempre le sirvió para dar testimonio de atracos, crímenes, disparos, navajazos, choques de tráfico, colisiones ferroviarias, vehículos caídos al mar, incendios y hasta accidentes aéreos.
Él presumía, empero, de fotos muy distintas. Como la de esa fuente en la gaditana Plaza de Sevilla, junto a la estación, ahogada por la niebla de una mañana invernal. O aquella toma cenital insólita sobre un grupo de elefantes circenses cruzando en fila un paso de cebra, durante un desfile promocional.
Quienes trabajaron con Bernet sabían que le privaba fotografiar circos y barcos. No hubo caravana en tránsito o carpa residente que se le escapara. Malabaristas, acróbatas y domadores eran sus favoritos. Respecto a los buques, captó de todo. Por eso inmortalizó, como nadie, la agonía del Columbus C, zozobrado en el puerto de Cádiz, tras chocar contra el dique de Levante
Manuel Bernet Trapero pertenecía a una raza extinta, la de los titanes malditos. Como Prometeo, el más famoso entre ellos, sufriría también una dura condenación final, la más dolorosa para un fotógrafo. Poco a poco, sus ojos se nublaron. Primero uno y luego el otro. Afanado en su laboratorio, desafió en demasía a la suerte, cuando frotaba sus cansados parpados, indiferente al revelador fotográfico que humedecía aún sus dedos.
Ahora refieren que, la última mañana de Reyes, faltó a su compromiso de retratar a niños con sus juguetes, alborotando en calles y plazas. Ese fue siempre el más gozoso afán de un hombre que solía cazar lágrimas. Por eso disfrutaba trapando la alegría infantil ante el juguete nuevo. Sabía bien que la vida borra pronto esas sonrisas.
Dicen que se ha ido, que ya jamas regresará. Temeraria afirmación respecto a alguien que ya resucitó una vez y un personaje que dejó memoria, leyenda y figura.
Nunca morirá. En algún universo paralelo, Manuel Bernet Trapero cabalga sobre su moto quadrofénica, rumbo a un Gibraltar infinito y de bazares repletos.
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