Más allá del bien y del mal
A principios de 2009 se cumplen veinte años del crimen del descuartizador de Cádiz, un suceso que estremeció a toda España. Un superdotado estudiante de Medicina asesinó a su mejor amigo
Los pisos de veraneantes y estudiantes no tienen alma. Son lugares de paso donde nadie conoce a nadie, habitantes de invierno de bloques fantasmas. El grupo de policías que el 30 de enero de 1989 traspasó la puerta del 9-H del bloque de la calle Villa de Paradas se encontró un piso desordenado, con pocos muebles, varios blocs con poesías, reflexiones sobre la vida y la muerte, diseños de ebanistería, folletos de coches, motos y equipos de música, ofertas de casas, manchas de sangre en las paredes desnudas y una fiambrera con una solución de formol. Dentro, había dos manos.
La inteligencia media de la población se cifra en 100. 130 es el umbral de los superdotados. 160 era lo que tenía Einstein. José Juan Martín, un estudiante de Medicina de 22 años en aquel año 89, tenía 146. Uno de sus amigos, Javier Suárez, al que conoció en segundo de BUP en Cortadura, tenía mucho menos, pero compartían aficiones: el ping pong, la música y el deporte. José Juan fumaba Ducados, Javier no fumaba. Ambos eran taciturnos, poco sociables y habían coqueteado con iglesias cercanas a los Testigos de Jehová, pero en septiembre de aquel año parecía haberse operado un cambio. Javier, que iniciaba su nuevo curso de Empresariales, atractivo, hijo de un conocido arquitecto, se había vuelto más abierto y extrovertido.
Por su parte, José Juan, de manos huesudas, hijo de un miembro de la extinta policía armada, había realizado movimientos extraños. Se refugiaba horas en sus trabajos de marquetería, en los que era un virtuoso, no se había matriculado de varias asignaturas de su carrera y había alquilado, sin decirle nada a su padres, un apartamento en lo más alto del bloque de Villa de Paradas. Sus andanzas iban más allá. Había enviado unas amenazantes cartas al propietario de un supermercado cercano al domicilio de sus padres, en la calle Huerta del Obispo, un chantaje por el que consiguió sacar un botín que no fue más allá de 35.000 pesetas. Algo estaba sucediendo en la mente de José Juan. Quería dinero rápido, pero también empezaba a fantasear desde las fronteras del mal.
Sobre las siete de la tarde del 21 de enero de 1989 se encontró con su amigo Javier cuando éste paseaba en bicicleta por la avenida. Le invitó a subir a su apartamento. Una vez arriba, le sugirió hacer una prueba de audiometría, para lo que le tapó los ojos. Puso el volumen a tope del equipo de música y le atizó en la cabeza con la pata de un sillón rellena de arena. Cayó Javier con los ojos abiertos, pero, al parecer, vivo, según el minucioso relato que José Juan realizó a la Policía posteriormente, recreándose en los detalles, cuentan quienes estuvieron en los interrogatorios. Para no ver los ojos abiertos de Javier, le tapó la cabeza con una bolsa y quiso rematarle con una única cuchillada en el corazón, que también resultó fallida. Ya presa del pánico, sin vuelta atrás posible, lo acuchilló muchas veces más. Después, cortó el cuerpo en trece trozos sin apenas herramientas. Fueron horas cortando huesos y tendones jóvenes del cadáver de su amigo. Moralmente, fue una aberración; quirúrgicamente, una chapuza. Metió los restos de Javier en bolsas y las bolsas en una mochila e hizo tres viajes, en taxi y corriendo, hasta la Punta de San Felipe para arrojar allí, en una charca, los restos. Era un lugar que en los siguientes días sería cubierto de hormigón. El taxista le dijo que debía pesar mucho la carga que llevaba.
Hecho esto, pasó a una segunda fase. José Juan volvió a su máquina de escribir para retomar su pulcro lenguaje de extorsión. Creíbles amenazas sin una falta de ortografía, sin una coma descolocada. Se había quedado con las manos de su amigo para utilizarlas como prueba de vida ante los padres, a los que remitió una carta escrita en plural en las que hablaba de un secuestro y pedía doce millones de pesetas, pagaderos en plazos. José Juan fue cazado por la Policía cuando cobraba parte de su botín en un cajero en la plaza de San Antonio. José Juan era presa del destino. Javier había muerto no por su mano, sino por la del destino; y él había sido descubierto no por su torpeza a la hora de ejecutar los cobros, sino por el destino. Así lo dijo en el juicio. No había hecho nada por que no lo cogieran. Decide el destino.
Uno de los inspectores que llevó la investigación recuerda que "la informatización de los cajeros era muy rudimentaria. Hubo que poner un agente detrás de cada una de las máquinas para que fueran revisando todas las operaciones. Su plan no era muy inteligente, pero tampoco era descabellado". Cuando los agentes se le acercaron en la plaza San Antonio, José Juan, pese a improvisar la excusa de que se había encontrado la tarjeta tirada, ya sabía que su crimen no era perfecto. Y lo asumió fríamente.
¿Qué le llevó a realizar un crimen que hizo volver los ojos de todo el país hacia Cádiz, un crimen que el investigador Pérez Abellán lo ha situado entre los cincuenta más impactantes de los ocurridos en España en el siglo XX? Esa incógnita era la que tenían que intentar desvelar los peritos, los psicólogos. Entrar en la mente de este joven de exquisita educación, sereno, aparentemente ajeno a todo el horror provocado, supuso franquear un muro ciego. Durante sus charlas con los psicólogos contestaba a las preguntas con naturalidad. No hubo atisbo de remordimiento. El destino, una y otra vez. Hubo que concluir que no se hallaban ante un enfermo mental, ni existía un desdoble de personalidad. José Juan parecía sentir cierto menosprecio a los inferiores. "Personalidad narcisista", diagnosticaron los peritos, al tiempo que hablaban de una homosexualidad no reconocida. No repararon en algunos hechos del pasado contados por compañeros, como su gusto por la disección de animales, pero sí en que era un chico que se sentía por encima del bien y del mal, lo que no significaba que no supiera qué estaba bien y qué estaba mal. "Afán de notoriedad, egocentrismo", insistía el informe. Los policías sólo le vieron vacilar en los momentos en que se hacía mención a sus padres, por los que sentía respeto. El único temor que parecía sentir era el daño que les hubiera causado. Fue por ello que desde la cárcel les envió cartas intentando justificar su crimen como defensa ante unas proposiciones que le hubiera hecho su amigo y que al tribunal le parecieron inverosímiles. El tribunal, en el año 91, consideró probado que el principal móvil era el económico. Imposible ir más allá. Sus caprichos le habían llevado a planear metódicamente el descuartizamiento de Javier, a planearlo con mucha antelación. Nadie sospecharía de él, él era su amigo. Pero lo que sucedió en la mente de José Juan entre septiembre de 1988 y enero de 1989 fue algo más. José Juan siempre negó que su móvil fuera económico. Eso era una consecuencia. Su misticismo, la pulcra redacción de sus ideas en sus blocs... Era su alumbramiento como 'superhombre' alejado de pena y culpa. Por encima del bien y del mal. Quizá, ante lo inabarcable de semejante horror absurdo, los psicólogos resumieron el estado del criminal en "enajenación mental incompleta". Sirvió de atenuante en la condena.
Poco después del juicio, los propietarios de Villa de Paradas vendieron a una familia de Madrid el piso del horror a precio de saldo. En verano se llena de gente.
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