Enrique García-Máiquez /

Vivir la historia

de poco un todo

11 de septiembre 2011 - 01:00

Un amigo ocupa un puesto importante en el Gobierno de la Comunidad de Madrid y cada vez que lo veo, con una evidente falta de diplomacia -que no puedo evitar-, le pregunto si el PP será capaz de reconducir el Estado (ruinoso) de las Autonomías. Me contesta siempre, muy seco, que las Autonomías son ya sagradas, intocables. "Ya, ya", pienso. Una generación como la nuestra, que entró en la historia cuando caía alegremente el muro de Berlín y el imperio soviético, y que entró después en la madurez asistiendo en directo al 11-S, un terrible ataque terrorista que ha sacudido la concepción de seguridad de Occidente, no debería considerar sagrada ninguna institución política. Hay un momento en la vida en que el tiempo nos alcanza, dijo Luis Cernuda; y a partir de ahí, la madurez personal consiste en andar al paso del tiempo, sin dejar que nos sobrepase, aguantándole el ritmo algunos años. También hay un momento, que suele coincidir más o menos con el anterior, en que la historia se nos viene encima, y empezamos a verla suceder ante nuestros atónitos ojos, sobre nuestras cabezas. Eso significaron para nosotros la caída del Muro y la caída de las Torres, y es significativo que sean siempre caídas. Quizá para cerrar esta trilogía estemos asistiendo ahora mismo en vivo (en carne viva) a la caída del euro o, con mucha suerte, sólo a su tambaleo. Los chinos tienen la maldición: "Ojalá vivas tiempos interesantes". Saben, sagaces, que los tiempos interesantes conllevan grandes dosis de sufrimiento. Lo que ignoran es que todos son de enorme interés, o sea, que es una maldición ineficaz por inevitable. ¡Cómo me asombraba de niño que mi abuela hubiese vivido bajo una monarquía, una república, una guerra civil, una dictadura que fue evolucionando a tecnocracia y una democracia que va evolucionando a quién sabe qué...! Ahora sé que mis nietos se asombrarán de los regímenes políticos, económicos y sociales a los que habré asistido a lo largo de mi vida y que a ellos les sonaran apenas de los libros del colegio. Casi siempre suelo estar de acuerdo con Nicolás Gómez Dávila, pero cuando afirma "La función didáctica del historiador está en enseñarle a toda época que el mundo no comenzó con ella" lo estoy nada más que a medias. La otra función didáctica fundamental y hasta caritativa del historiador consiste en enseñar a toda época que el mundo no terminará con ella. Quizá esa lección sea ahora más urgente que nunca ante los miedos apocalípticos que el 11-S nos inoculó hace 10 años y que la crisis financiera no deja de alimentar. Pero que el mundo no termine ahora no quiere decir que vaya a dejar de dar vueltas, como pensó el iluso Fukuyama, y como, en una dimensión bastante más local, cree mi amigo el defensor de la sacralidad de las Autonomías. Qué de cosas veremos. Aunque lo más importante es eso: que las veamos todas y que las veamos todos. A ver.

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