Enrique García-Máiquez /

La antipoesía

de poco un todo

09 de octubre 2011 - 01:00

EL Sr. Rubalcaba ha hecho un elogio del fracaso. Tendría que haberme emocionado, pues soy, si no un firme creyente, sí un fiel practicante. Cuánto admiro el famoso epitafio: "Si no acabó grandes cosas, murió por acometellas", que repetía don Quijote. Y qué decir de su noble frase: "Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible". Además el Sr. Rubalcaba realizó su elogio en el contexto correcto: hablando a los emprendedores, incitándoles a no paralizarse por el miedo a fracasar, que es uno de los peores obstáculos para la innovación y la aventura. El rebufo del caso de Steve Jobs le venía como anillo al dedo pues uno no sabe si admirar más al norteamericano por sus éxitos globales o por esos batacazos estrepitosos que se pegó sin perder la ilusión y el empuje.

Sin embargo, las palabras del Sr. Rubalcaba me dejaron frío como un témpano. ¿Por qué? Pues porque, aunque estaba hablando a esos jóvenes o futuros empresarios, no lo hacía sino de sí mismo descaradamente, poniéndose la venda del romanticismo del fracaso antes de la herida electoral que se le viene encima el 20-N. Ha salido un buen aprendiz de su maestro, Zapatero. Aunque Bono también es bueno en esto, ¿se han fijado en que Zapatero siempre habla de él, él, el centro del universo? El caso más paradigmático fue cuando a una víctima mutilada de ETA le contó la historia de su abuelo, pero los ejemplos abundan. El último sucedió en el acto en el que colgaban un retrato de Azaña en el Congreso. Empezó a glosar su figura diciendo que había sido un presidente incomprendido, enfrentado a una crisis sin precedentes, que hubo de tomar medidas impopulares, que acabó abandonado de todos, solitario, etc., pero que ahora todos le aplaudían. Ya, ya: Zapatero estaba hablando de sí mismo, aprovechando la ocasión, que, como a Azaña, la pintan calva.

Esa argucia retórica pone a los homenajeados, al público, a los medios, a la solemnidad del momento y al tema en cuestión al servicio del político que habla, transparentando su verdadera y egocéntrica escala de valores. Y nos toma por tontos a los que se puede colar de matute cualquier mensaje subliminal. Pero sobre todo es la más pura antipoesía, el lado oscuro de la lírica. La poesía consiste en hablar de uno, pero diciendo lo de todos. Así los oyentes o los lectores se encuentran de golpe dentro de sí mismos cuando creían, desprevenidos, que estaban asomándose al alma del vecino. Lo que hacen éstos es lo contrario: decir lo de todos, pero para hablar por la espalda del yo-yo y el qué hay de lo mío.

Su Nobel y el ambiente reinante nos invitan a leer a Tomas Tranströmer, un poeta translúcido, en principio muy frío, pero capaz, como el hielo, de quemar, "cuerpo de roca y alma de vidriera", que diría Alberti. Hable de lo que hable, Tranströmer lo hace de cada uno y para cada uno. Qué diferencia.

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