La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
de poco un todo
UNA frase con gran predicamento proclama solemnemente que "en España no cabe un tonto más". Su éxito se explica porque acopla a la perfección la afición hispánica por la auto denostación con la autoridad sagrada de la Biblia, que cifra el número de los tontos como infinito, nada menos. Aunque como el mensaje bíblico es universal, quizá España no sea tan diferente al resto.
De hecho, aquí lo que nos sobran son listos. El listillo endógeno es especie tan extendida que acaba compensando a la del tonto indígena. La correspondencia se ve especialmente bien en los casos de corrupción, donde hay unos tontos que sueltan y unos listos que trincan, como dos caras de una misma moneda; hasta que la Guardia Civil es la que trinca, y entonces los listos aparecen como tontos y los tontos como irremediables.
Con esa compensación entre listos y tontos, se equilibra la cuenta. Por eso creo que en España lo que en verdad no cabe es un inútil más. Y es gravísimo. Nuestros índices de productividad están por los suelos, pero miras alrededor y te extrañas de que todavía sean índices y no pulgares apuntando hacia abajo, como en el circo romano. ¿Cuántas veces hay que ir como media en España a un organismo o empresa para hacer una gestión? ¿Hay alguna estadística que compare esa media con la de otros países de nuestro entorno? Sería sintomática. Desayunos intempestivos, absurdos requisitos, programas informáticos que se cuelgan o se caen, despistes, equivocaciones, fechas de entrega traspapeladas, impuntualidades, malos humores, malentendidos, etc, son parte de nuestro paisaje cotidiano. Y no pasa sólo con los funcionarios, que se llevan la fama, sino con grandes empresas, que escardan la lana, pero que fallan como los demás o más y peor.
La inutilidad se expande exponencialmente. Las personas que han sufrido una incompetencia llegan a sus trabajos tarde, alteradas, renqueando, con muchas más posibilidades de transformarse a su vez en ineptos. La inutilidad es una epidemia contagiosa por contacto. Si esto fuese una carta al director, pondría ahora ejemplos muy concretos de empresas ineficientes y de servicios de atención al cliente que maltratan al ciudadano con un regodeo casi sádico. Pero siendo un artículo no me queda más remedio que terminar examinando mi conciencia y, de rebote, la suya, querido lector.
Con la ineficacia puede pasarnos que lamentemos la ajena y no caigamos en la cuenta de la propia, como diagnosticó Flaubert del egoísmo. Siempre recuerdo aquel electricista que se llevó media mañana protestando -cobraba por horas- de cómo habían dejado de sucia la casa los albañiles. Cuando se fue, vi que todo estaba lleno de las mondaduras de colores de los cables y de las fundas de cartón y de las bolsas de plástico de las bombillas. Si este artículo no le ha resultado un poco útil o al menos limpio, puede darme usted un buen tirón de orejas.
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