Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
de poco un todo
NADA más gratificante que descubrir que uno estaba equivocado. Te liberas de un error, con lo que pesan. Me ha pasado con los disfraces. En mi juventud no era nada aficionado y me fastiaba que me invitasen a una fiesta de disfraces. Qué desperdicio, con lo bien que estaba una fiesta a secas. El joven que fui ya tenía bastante trabajo, por lo que puedo recordar, con atisbar quién era como para ir distrayéndose con otras exploraciones. Se equivocaba, y también cuando juzgaba que los disfraces eran escondites. Los confundía con programas electorales o discursos políticos.
Los beneficios del disfraz son inmensos, y por eso la gente, que no es tonta, ha tirado de ellos durante toda la historia. Bajo la capa de un buen disfraz uno puede cantar las verdades del barquero, como demuestra nuestro Carnaval, sin ir más lejos, y como demuestra, yéndonos mucho más lejos, la historia de los anónimos y de los heterónimos en la literatura universal. Los disfraces son, además, una profunda escuela de empatía y de perspectivismo. El que se disfraza representa un tipo y para eso ha de meterse en su personaje. Se trata de un magnífico ejercicio espiritual o, si no quieren ponerse tan solemnes, de una sanísima gimnasia psicológica.
Pero además y en buena medida, todo es al revés: vamos disfrazados (de camuflaje) durante los días corrientes, y cuando toca disfrazarnos tenemos una oportunidad de manifestar lo que verdaderamente somos, que son muchas cosas y muy buenas casi todas. Lo explica Chesterton: "Casi cada uno de nosotros es a la vez un contribuyente, un alma inmortal, un inglés, un bautizado, un mamífero, un poeta menor, un juez, un hombre casado, un ciclista, un cristiano, un comprador de periódicos y un crítico de Mr. Alfred Austin. Deberíamos tener un uniforme para cada cosa. Qué hermoso sería si apareciésemos mañana vestidos con el uniforme de contribuyente: un uniforme verde y marrón, con botones en forma de monedas y un certificado azul del pago del impuesto sobre la renta elegantemente colocado en nuestro atuendo, o vestidos de almas inmortales con uniforme azul adornado de estrellas. Sería emocionante vestirnos de ingleses, o incluso ir a un baile de disfraces vestidos de cristianos". Y sigue Chesterton imaginando uniformes, y ninguno le parece tan espléndido o fascinante como el de "un vulgar cabeza de familia", destacando, en especial, "el magnífico uniforme de púrpura y plata que debiera ostentar todo padre de tres hijos".
Antes me fastidiaba mucho que me invitasen a una fiesta de disfraces, ahora, a la vista de mi descubrimiento, todas me parecen pocas. A Chesterton le gustaba mucho disfrazarse de Dr. Johnson, y a la primera ocasión yo lo haré de Chesterton, porque el de pagador de impuestos, como están las cosas, es una redundancia… En cambio, el uniforme de alma inmortal me tienta mucho; y el de padre de dos hijos..., ¿cómo será?
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