La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
de poco un todo
UNA amiga se queja de que sus hijos han dejado de ir a misa, porque la Iglesia no hace nada para retener a la juventud. Efectivamente: nadie podría decir que la Iglesia le obliga a pertenecer en ella. Confieso a mi amiga, de paso, que no me importaría acabar en una Iglesia en la que se reúnen solamente unas cuantas señoras muy mayores, llamadas beatas, y unos pocos intelectuales muy recalcitrantes, que ya quisieran ser beatos. Espoleada por el amor a sus hijos, me espeta: "Eres un snob".
Tiene razón. Nada más volver de un congreso sobre Chesterton me encuentro a dos señores a los que por edad y rango debo respeto. Me explican, muy serios, que la Iglesia no se adapta a los tiempos. Como saben ustedes, una idea que repetía sin cesar Chesterton es que ahí, justamente, está la gracia de la Iglesia, en no ir con los tiempos. De hacerlo, se confundiría con ellos y a ver cómo los mejoraba si no ofrecía ningún contraste. Dije: "¡Oh, cuánta razón tenéis, no se adapta", con un brillo de satisfacción en los ojos.
Otro me cuenta que tiene una cena en viernes de cuaresma y que en el menú hay carne. Bien, pues pide otro plato. "No puede ser, porque es un menú cerrado". Ah, pues di que no tienes hambre. "Pero tendré hambre". Ya, pues excúsate, no vas y cenas en casa. "Pero ya me he comprometido". Pues si no quieres ni dar testimonio ni sacrificarte ni retirarte del mundo, no te queda otra que comer carne. "Sí, tú lo has dicho, no me queda otra: pero la Iglesia tendría que quitar ya esa pamplina medieval". Pero a ti, le pregunto, ¿qué te importa, visto lo visto, lo que diga la Iglesia?
Un caballero me protesta de los métodos propuestos por el Magisterio para regular la natalidad. Por culpa de ellos tuvo seis hijos. A sus hijos no los cambia por nada del mundo, pero la Iglesia, ¡qué retrógrada con los métodos naturales! Yo entiendo que a un matrimonio en medio de la melé se le pueda hacer duro el día a día y, sobre todo, la noche a noche. Pero este señor en concreto, a toro pasado, con su seis hijos como seis soles, a los que tanto quiere, y sus nietos, lo que tendría que hacer es levantar un monumento al Método Ogino, o al que fuese que le fallaba tanto, a Dios gracias. Yo lo haría. O lo haré, si hay suerte.
Hago memoria y creo que nadie puede decir que yo haya intentado empujarle jamás para ir a misa o a ningún tipo de reunión religiosa. Mi desinterés por el proselitismo -del que me temo que tendré que rendir cuentas cuando me toque- sólo es comparable a mi impermeabilidad al aggiornamento. Con todo, o otros sí hacen un gran apostolado o la mayoría resiste motu propio, porque las iglesias vacías no están. Novelesco, me gusta imaginarme en una ruinosa catedral a oscuras, entre pábilos vacilantes, con cuatro viejas y tres lectores de Gómez Dávila, arrodillados y felices; pero de momento, no: somos bastantes más, eso sí, arrodillados y felices.
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