Manuel Bustos Rodríguez

A los cincuenta años del Vaticano II

la tribuna

13 de abril 2012 - 01:00

EL Concilio Vaticano II abrió sus puertas hace casi medio siglo, el 11 de octubre de 1962, en medio de la sorpresa de unos y la satisfacción de otros. Fue un acontecimiento internacional. Su desarrollo no estuvo exento de tensiones y momentos difíciles. Al término de los tres años cerraba sus sesiones. Y lo hacía coincidiendo con una profunda mutación en marcha dentro del mundo occidental. Los años sesenta impulsaban un cambio radical de la conciencia del hombre acerca de sí mismo, de su relación con la religión, la autoridad o la familia. A partir de entonces pocas cosas continuarán siendo como antes y, al mismo tiempo, se abrirán importantes fisuras en la sociedad.

La actualización de la Iglesia impulsada por el Concilio se llevó a cabo, pues, en medio de cambios culturales profundos. Ignoro cuántos de sus participantes, en medio de la novedad y faltos aún de la perspectiva necesaria, se percataron de lo que entonces se estaba poniendo en juego. Sobrenatural a la vez que hija de su tiempo, la Iglesia en general participó de ese ambiente de optimismo acerca de la bondad del hombre y sus capacidades, no agostado ni por el despliegue de la Guerra Fría, ni por las numerosas adversidades sobrevenidas en lo que iba de siglo.

Recibido con expectación por los medios internacionales de comunicación y por los espíritus liberales de la Iglesia, no tardaría mucho en despertarse en unos y otros la insatisfacción, a pesar de la rápida implantación, si lo comparamos con los tempus habituales de la Iglesia, de los decretos conciliares en las diferentes diócesis, así como de la nueva imagen que se proyectó (liturgia renovada, desaparición de la sotana, llamada al compromiso terreno, etcétera). La pretensión de hacer del Vaticano II un necesario primer paso para dirigirse hacia otra cosa ha acompañado toda la época posconciliar hasta hoy. Sin embargo, la Iglesia se presentará ante ese mundo en profundo cambio con una faz más alegre y juvenil, pero también con un mensaje mucho más desdibujado. Esta situación tenía lugar justo cuando el hombre contemporáneo parecía más necesitado de orientación, y los retos en marcha, tanto desde dentro (una fuerte secularización unida a la pérdida de la identidad católica tradicional), cuanto desde fuera (un Occidente gradualmente desvinculado de sus raíces y para el que la fe cristiana se estaba convirtiendo en un elemento extraño), iban acrecentando su desafío.

La cosecha conciliar ha sido grande sin duda en la comprensión del hombre de hoy, del valor de la libertad, en el acercamiento a otras iglesias cristianas y religiones y en el compromiso social; pero débil en espiritualidad y fortalecimiento de la fe cristiana, así como en el respeto a la autoridad magisterial, asuntos sin duda fundamentales de su razón de ser y naturaleza. Hoy la Iglesia se enfrenta a uno de sus momentos más difíciles, en medio de un mundo occidental indiferente en materia religiosa, celoso de su autonomía, absorbido por las preocupaciones materiales e incurso en un progresivo rechazo de lo cristiano.

Es todavía demasiado temprano para saber cómo afectará a las masas la asimilación de una vida cuyo sentido no parece ir más allá del de una gestión placentera, o lo más indolora posible, del paso por la tierra. Por parte de la Iglesia, no resultará nada fácil mantener una actitud de acogida a la par que de firmeza frente a la deriva relativista y, con frecuencia, autolesiva del ser humano de nuestro tiempo.

La acción de los dos últimos papas se ha dirigido a reforzar los lazos de la Iglesia con su rica tradición y clarificar la doctrina, sin dejar por ello de apelar al diálogo entre la fe y la razón y llamar a los hombres al regreso a Dios. En los escasos años que sobrevivió a la clausura del Concilio, ya lo intentó en parte, no sin dolor, Pablo VI (recordemos sus encíclicas y su Credo), lo ha continuado con fuerza y perseverancia Juan Pablo II, y sigue en esta línea el Papa actual.

Los pasos son de extrema cautela, graduales, como corresponde a la complejidad del momento. La sensibilidad de quienes, seglares o consagrados, se acostumbraron a una convivencia sin grandes fisuras con el mundo, a experiencias comunitarias adaptadas a intuiciones personales, o buscan una ruptura con los casi veinte siglos de magisterio eclesial, es aún viva. Papa y obispos están obligados a reforzar la unidad de la Iglesia, trabajando, sobre todo, con las nuevas generaciones, no afectadas por los resabios surgidos al hilo del posconcilio; a afrontar igualmente los profundos retos de nuestro tiempo con coherencia doctrinal y de vida, y una tenaz perseverancia, mientras se sigue enviando a los hombres un mensaje de esperanza. En la medida que la línea ya iniciada prospere, la Iglesia podrá afrontar el futuro, difícil para la fe cristiana, con unos resultados más satisfactorios.

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