Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
DE POCO UN TODO
NO por el último Cardenal, sino por los golpes reiterados. Los premios literarios se están convirtiendo en una rama de la geriatría o de los cuidados paliativos. ¿Por qué, para recibirlos, hay que haber superado con creces la esperanza de vida o estar aquejado, al menos, de una enfermedad grave? Los premios tienen la función de divulgar en la sociedad el amor por la literatura, pero, con esa fijación por la senectud, no transmiten precisamente la idea de que las letras sean una cosa viva y emocionante.
Tampoco hay que darlos por fuerza a los jóvenes, sino premiar el mérito sin sopesar las fechas de nacimientos o los partes facultativos. Con todo, a los premios a tan provectos escritores se puede decir lo que el Doctor Johnson a quien quería apoyarle cuando finalmente era un escritor célebre: "¿Acaso es un mecenas, milord, el que contempla con indiferencia a un hombre que se afana por no ahogarse en el mar y que, cuando éste llega a tierra, le ofrece una ayuda que ya no necesita?" Y no se requiere mucho ojo crítico para premiar a autores ya consagrados. Así cualquiera acierta; y, si no acierta, al menos la piedad de todos con el venerable premiado cubre al jurado con su manto.
Otro aspecto muy llamativo de los premios es su corrección política, escorada a la izquierda. Yo, tan conservador, no me quejo de eso casi nunca. Por dos motivos: porque "la queja trae descrédito" (Baltasar Gracián) y sobre todo porque "sólo un talento evidente hace que les perdonen sus ideas al reaccionario, mientras que las ideas del izquierdista hacen que les perdonen su falta de talento" (Nicolás Gómez Dávila). Puestos a no tener talento, mejor que no te aúpen ni te pongan bajo el foco. Sin embargo, el caso de Cardenal clama al cielo al compararlo con otros dos poetas hispanoamericanos de su quinta, y también sacerdotes, aunque ortodoxos: el mexicano Joaquín Antonio Peñalosa, ya difunto, y el chileno José Miguel Ibáñez Langlois, de sendas obras como mínimo tan meritorias como la del nicaragüense, si no más, pero sin un mísero premio nuestro que llevarse a la gloria.
Dicho lo cual, no me parece censurable que hayan galardonado a Ernesto Cardenal, porque, aunque la inmensa mayoría de su vasta obra desmelenada no vale la pena, su libro Epigramas sí tiene sencillos poemas verdaderos, y esto -¡tan raro es!- se merece de sobra cualquier rimbombante premio internacional. Lo malo es que se lo han dado muy tarde (Epigramas es de 1961) y con el hombre ya muy pasado de revoluciones, y quizá por eso, que sería lo peor. Una sombra de sospecha añosa y rutinaria se cierne sobre los premios literarios.
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