Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
de poco un todo
PARA soledad, la de la temporada de ferias. De la misma naturaleza que su hermano el silencio, que si se nombra desaparece y si se escucha atentamente también, la soledad basta pensarla un poco para que se esfume. Nadie está solo nunca. O casi nunca, para no exagerar. Y casi nadie, para seguir precisando.
El creyente, como es mi caso, encuentra en la soledad una ocasión inmejorable para estar con Dios, ese gran tímido, que hace acto de presencia en las solemnes ceremonias, a las que acude en cumplimiento del deber, y que también acude, impelido por su incomparable humildad, allí donde se le invoque, pero que se halla como en casa, según confesión propia, en una habitación a escondidas, con la puerta cerrada, mano a Mano con su interlocutor. Un creyente quejándose de su soledad hace una figura verdaderamente extraña.
Tampoco un no creyente puede quejarse de ella, a poco culto o sensible que sea. La vida interior es una vida social. En cuanto nos quedamos solos nos encontramos con nuestros autores favoritos, con los personajes más vívidos de nuestras novelas, con nuestros recuerdos y nuestras fantasías... Quevedo, aquel miope, lo vio con palabras imborrables: "Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con los ojos a los muertos". Los materialistas, a poco que sean espíritus inquietos, lo saben por experiencia. Creyentes o no, la soledad es ese estado de excepción que no amenaza más que a los hombres huecos. Al resto, nos plantea más bien el problema de organizar el barullo y ver a quién o a quiénes damos la palabra de entre la sociedad que la soledad convoca.
En la feria, sin embargo, podemos experimentarla cuando nos perdemos un momento de nuestro grupo, o mientras esperamos en la barra de una caseta, invisibles para los camareros, o junto a los viejos amigos, bajo una música ensordecedora, afónicos y desesperadamente aislados. Ahí sí que le vemos las orejas al lobo de la soledad, que se revela por contraste.
No es tanta paradoja, pues la soledad nace y sobre todo crece en las grandes urbes. Su máximo cantor quizá fue Baudelaire, poeta de París. No se la encuentra en los pueblos, ni mucho menos en las aldeas. Con la Aldea Global, eso ha cambiado, pero es que Internet vuelve a ser una multitud y, por culpa de los e-mail, los tuits, los SMSs y todo lo demás, cuando no llegan, sabiendo que podrían llegarnos a miles, atisbamos la fantasmagórica sombra de la soledad 2.0.
Internet aparte, la feria tiene mucho de gran urbe baudelairiana, versión tren de los escobazos: su mareo de luces, sus muchedumbres hormigueantes, sus ruidos ensordecedores, sus vendedores ambulantes, su alegría exagerada, de todos y de nadie... Es el hábitat perfecto para experimentar la soledad, aunque sea en dosis pequeñas, como de catavino. El resto del año es mucho más difícil.
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