Con la venia
Fernando Santiago
Quitapelusas
de poco un todo
ESTE artículo es una imagen para la que valdrán, en estos tiempos de recortes, quinientas palabras. Son pocas para una imagen, cuyo precio dicen que está por encima de las mil. Y más teniendo en cuenta que hay que ir un poco atrás para enfocar bien. Vayamos.
A su fiesta de fin de curso, que celebra el bicentenario de la Pepa, mi hija irá vestida de marinerita. La gorra lleva lazo azul y pompón rojo. Le sienta tan bien -o eso nos parece- que a toda visita le hacemos el pase de la marinerita, para que la aplaudan. Una tía bisabuela de mi hija, nada más verla, recordó nítidamente una escena de hace más de cincuenta años. Es la que quiero traer aquí.
Un buque de guerra francés arribó a Cádiz. Venían de unas largas maniobras en alta mar. Y salieron a la ciudad con sus gorras de pompones colorados. Tantos días solitarios y salobres les sacudieron la sangre, francesa y joven, y se metieron con algunas muchachas o, simplemente, las piropearon con un entusiasmo parisino o quién sabe qué sentimiento patrio ofendieron. La mecha de la rabia se extendió por toda la ciudad. El pueblo de Cádiz salió con las machucas por delante a por los franceses, a los que se la tenían guardada desde tiempos de la Pepa, precisamente.
Hasta entonces, yo atendía un tanto distraído, embobado con el gorrito de mi hija. Sin embargo, la palabra "machuca", refiriéndose a un palo, o sea, a lo que mi desnaturalizada generación llama un "bate de beisbol", me espabiló a base de bien. No la había oído nunca en directo. La leí en el Quijote donde se cuenta que un caballero Pérez de Vargas, para admiración de los siglos y del Caballero de la Triste Figura, en habiendo perdido la espada, arrancó una rama de un alcornoque y siguió repartiendo estopa entre los respetables creyentes en Alá (con perdón, compréndase que era otra civilización). Por aquella hazaña se le conoció con el nombre de Vargas-Machuca. Siendo un apellido de la tierra, se me incrustó en la memoria con un si es no es de envidia. Qué nobleza adornarse con la pluma de don Miguel, que creaba hidalgos y caballeros y hasta duques y gobernadores de ínsulas, como se sabe.
La sorpresa de encontrarme la palabra más de cuatrocientos años después, y viva y coceando, me concentró en la historia. Se montó tal follón en Cádiz que el mando embarcó a todos sus marineros, y atracaron en medio de la bahía.
Fijar la fecha de la anécdota y buscar una fotografía no me corresponde a mí, sino a mi compañero, empleador y amigo Diego Joly, que se mueve por la hemeroteca como pez en el agua. Yo sólo quería traer esa imagen en blanco y negro: todo un pueblo a medias indignado y a medias riéndose (supongo) por lo bajo, corriendo en tropel por una calle con enormes machucas. Al día siguiente, muchos gaditanos llevaban puesto un gorro de marinero francés, con la cinta azul y su pompón rojo. Esa imagen, sin embargo, la veo en color.
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