Cambio de sentido
Carmen Camacho
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de poco un todo
POR muy consuetudinaria que sea, es una imagen rara la de miles de cuerpos humanos tirados en las arenas a lo largo de nuestros kilómetros de costa, expuestos al sol más furioso a las horas más cenitales de la canícula. Si hago un esfuerzo de memoria, puedo repasar mi vida siguiendo las diversas impresiones y sugerencias que ese primer golpe de mar (de imagen del mar) me ha ido despertando según las diversas edades.
Me divertía en la niñez correr entre los cuerpos tendidos una especie de nerviosa carrera de obstáculos: obstáculos semovientes, que se levantaban un poco, entre amodorrados e irritados. En la adolescencia, tanto tumbarse resultaba aburrido y me hice un firme partidario de los deportes náuticos, que te permitían danzar por la playa, tan sugerente, claro, pero en vertical. No era una cuestión de perspectiva sólo, sino de no matar indolentemente el tiempo. Mucho mejor matarlo bien matado la mar de activamente.
Recuerdo como si fuese ayer mis regresos de la universidad, cuando uno traía aún la hiperactividad intelectual de los exámenes finales, y nada más llegar le sobresaltaba esa indolencia generalizada, tan análoga al encefalograma plano, en toda la línea de la costa. Luego, me acomodaba pronto. Otros veranos menos imaginativos, ¿quién no ha recordado, a la hora vaporosa de la siesta, los bandos de focas o leones marinos de los documentales? Es un comodín, una imagen fácil que se nos viene sola a la cabeza. Si se ha leído a Dante, se puede recordar que hay un castigo infernal que consiste, justamente, en eso: en permanecer tendido en la arena ardiente bajo el fuego solar. ¿Qué pensaría Dante de nuestra época al ver que uno de los más crueles castigos que imaginó para su terrorífico Infierno es ahora uno de los más mayores placeres del siglo?
Este año, ante el espectáculo playero, no puedo evitar la sensación de pensar que estamos todos cuerpo a tierra, en postura defensiva, esperando que el mundo que se nos echa encima pase sin fijarse demasiado en nosotros, sin apuntarnos. El bronceado parece una táctica de camuflaje para confundirse con las arenas doradas. El silencio, un psch. Y los ojos cerrados, el truco del avestruz.
Si esto fuese una conclusión, sería exagerada. Pero no es más que la primera impresión que este año me produce la vista (siempre alucinante) de las repletas playas de agosto. Otros años tuve visiones más lúdicas, literarias, morales, deportivas o ecológicas. Esta vez toca beligerante. Por suerte, sólo dura un segundo. Enseguida los niños pequeños empiezan a correr por la orilla y los padres abandonan su inmovilismo táctico y corren detrás, y juegan con ellos. Esa imagen es un clásico gratificante, que, desactivando el militarizado cuerpo a tierra, se transforma en todo un símbolo. Como siempre, la esperanza y la alegría están alrededor de los niños.
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