La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
DE POCO UN TODO
LOS de cierta edad hemos visto cómo el fútbol, que ocupaba los minutos finales de los telediarios de los lunes, ha venido avanzando hasta comerse medio informativo todos los días en todas las cadenas. Y eso que arrancábamos del franquismo, donde el deporte se usaba, dicen, con aviesas intenciones para distraer a las gentes de la política. Además, últimamente, el fútbol se ha ganado un aura de prestigio gafapasta en las revistas culturales, entre los graves filósofos, los columnistas pindáricos, los poetas posmodernos y los narradores de postín.
No es casual. Ocupa el lugar que antes la poesía bucólica o las novelas de caballerías, o sea, el de la gran evasión (título, por cierto, de una famosa película futbolística). Cumple el viejo papel de la literatura que hizo perder la cabeza a Alonso Quijano el Bueno. Tiene los mismos héroes mitológicos de hazañas hiperbólicas y romances edulcorados por las bandas. Hoy el caballero de la Mancha que los niños emulan -con su camiseta se visten- es Andrés Iniesta o similar. Y los mayores, cansados de política, de crisis, de dudas y de prisas, encontramos un remanso prácticamente pastoril en esos mozos corriendo detrás de la pelota y en otro por detrás tocando el caramillo y en las pasiones catárticas que el juego desata. Si las declaraciones de futbolistas y entrenadores, de una simplicidad completa, adquieren tanto eco, es por eso, porque de simples descansan. El fútbol es así. No me meto con él, que conste, destaco su rango de cultura arcádica.
Sin embargo, el hombre jamás se evade de sí mismo. Los inocentes pastores idílicos de antaño se topaban en su bosque feliz con una calavera y una inscripción en que la muerte advertía: "Et in Arcadia ego", o sea, "Aquí estoy yo". Y en el locus amoenus de los verdes campos de fútbol acaba apareciendo todo lo que se vino a olvidar. La política, la cuestión cartulina, digo, catalana, como hemos visto en el Nou Camp, la economía, con esos derroches escandalosos y esas burbujas que están por estallar, y hasta un placebo de la trascendencia, con tantas sonrojantes pero significativas alabanzas a unos muchachos como a dioses o a mesías, víctimas de idolatrías histéricas. Para que el fútbol no se politizase (ni se endiosase ni se desorbitase) tendría que perder muchísima importancia.
Mientras paralice un país y ocupe la mitad, como poco, de sus informativos y periódicos, no dejaremos de dar patadas -et in Arcadia ego- a una calavera. Una calavera muy metafórica, pero ustedes (los que han llegado al final de esta columna sin haberse marchado aún a las páginas de deportes) ya me entienden.
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