Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
De poco un todo
ANUNCIAN un nuevo plan definitivo contra el fraude. Y, en principio, nos alegramos mucho. Desde luego, por los negocios y los autónomos que pagan sus impuestos y sufren una sistemática competencia desleal. Que la ley sea la misma para todos es una buena noticia de democracia básica, aunque a uno le escama que empiecen precisamente con las normas tributarias, mientras que la mismísima Constitución y las sentencias del Supremo se las saltan quienes todos sabemos sin que pase nada.
No es lo único que escama. Tampoco me gusta un pelo que nos pongan a unos ciudadanos contra otros. A los de clase media con nómina, inermes ante Hacienda, nos azuzan, fíjense, contra los que pueden irse escabullendo. Yo, aunque soy de los paganos, no estoy dispuesto a que me achuchen contra nadie. Es verdad que la situación actual es injusta, pero sólo vería una auténtica ventaja para nosotros si los políticos se comprometiesen a bajarnos los impuestos en las cantidades exactas que la detección del fraude fiscal aporte a las arcas públicas. Si nos van a seguir exprimiendo igual, ¿por qué voy a celebrar yo nada contra el prójimo? Acabar con el fraude fiscal es imprescindible, ético, equitativo y todo lo que se quiera, pero si es sólo para que el Estado pueda continuar gastando tanto y, a menudo, en cosas raras, vaya negocio.
Y es un negocio que nos tendría que compensar. Aquí también late la cuestión de los fines y los medios. Los métodos para algo tan deseable serán irremediablemente mayor control sobre los ciudadanos y más injerencia pública. Aunque en la aséptica teoría eso no tiene por qué significar pérdidas de libertad, en la práctica cotidiana, sin embargo, nos veremos aún más estrechamente vigilados.
Para colmo, me cabe la sospecha de que el Gobierno está haciendo las cuentas de la lechera. Si se hace emerger toda la economía sumergida, no se recaudarán esas fabulosas cantidades de las mil y una noches que nos prometen, pues nos toparemos con lo que podríamos llamar "el síndrome de descompresión". Que el concepto venga del submarinismo, no hace sino darle más hondura a la metáfora. Muchos trabajos y negocios saldrán a la superficie fiscal de golpe y eso es estupendo, pero muchos otros se quedarán por el camino. O porque con los impuestos dejarán de ser productivos o porque al nuevo coste ya no compensarán al mercado. Nuestra casi hundida economía podría recibir un impacto debajo de su línea de flotación, allí donde son letales. El coste social resultaría alarmante: muchos que ahora medio sacan la cabeza gracias a la economía sumergida, acabarían de hundirse.
Siento hacer de aguafiestas ante este plan que tanto se celebra. Acabar con el fraude será perfecto, pero cuidado con la embolia gaseosa que producen las apresuradas salidas a la superficie de los submarinistas que anduvieron más por el fondo y durante más tiempo. Son los más vulnerables.
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