Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
de poco un todo
CON la visita de tantos jefes de Estado y gentes de postín a nuestro Cádiz, he recordado aquel cuento futurista de Jorge Luis Borges en el que los políticos aparecían reconvertidos en unos humoristas que iban de pueblo en pueblo para divertir al ídem con sus chascarrillos. En absoluto ha sido el caso [reverencia], pero reconozcamos que todo está resultando (amén de imponente y de importancia geopolítica y macropolítica y tal) bastante divertido. No quiero frivolizar, pero tampoco dejar de ver la realidad desnuda, que a veces es un poco ligera, la sinvergüenza.
Porque, ¿entretiene o no tanta parafernalia? Las pomposas declaraciones de unos y otros, sus trajes, sus eventos deportivos y lúdicos… Y oh qué corte o cohorte de seguridad arrastran, y de publicidad o medios de comunicación, de secretarias, de asesores… Me impresionó ver en cada puente de la autovía a un policía mirando pasar coches, que no sé qué función de seguridad tendrá eso, pues a simple vista parece la versión moderna de papar moscas, pero alguna sí.
Esto trae aparejado algunas molestias, crecientes según te acercas al epicentro de la cumbre, cierto. Pero no dejan de ser también instructivas. Antes de envidiarle a Madrid su capitalidad, hay que ver los peajes que conlleva. Y para verlo, teniendo en cuenta la miopía que nos caracteriza, nada mejor que nos la echen encima unos días. Con todo, las ventajas superan a los inconvenientes. Pensemos en los manifestantes, que pueden llevar sus demandas e inquietudes a los oídos mismos de los poderosos sin tener que desplazarse apenas. Pensemos en la impagable publicidad que las televisiones hacen de la ciudad. Pensemos en la posibilidad de la gente de la calle de vitorear o de silbar (eso es lo mismo) a sus representantes.
A la vista de los resultados, propondría que nuestros políticos hiciesen una vida más ambulante. Para las regiones que padecen problemas de identidad, sería una terapia de choque más saludable que una visita al psiquiatra. Pero también resultaría benéfico para otros problemas más serios de soberanía. Imaginemos el impacto de un consejo de ministros en aguas de Gibraltar. O en el islote de Perejil, apretaditos. O en cualquier ciudad o pueblo de la ancha España.
A base de visitarnos quizá se hicieran cargo de nuestros problemas. Aunque, como nos engalanan tanto para recibirlos y como encima no acuden usando el transporte público, tampoco se enteran de cómo estamos. Al menos el adecentamiento que se hace para recibirles, descontando la parte de parafernalia barroca, se queda para recuerdo, uso y disfrute de los lugareños. Lo que hay que sumar a lo pedagógico que resulta ver el poder de cerca. Pidamos, pues, que el Gobierno salga más de gira, solo, si no queda más remedio, y con muchísimos mandatarios iberoamericanos, siempre que se pueda.
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