La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
UNA golondrina no hace verano, pero el zumbido del primer mosquito nos instala en pleno estío. Según Alberti, a su madre le encantaba echarse la siesta acunada por los zumbidos de los mosquitos, lo que demuestra una paciencia y un aguante que quizá fuesen claves en la forja del carácter del joven poeta, tan zumbón y zascandil. Más común es que el mosquito, que suena suave al principio, ataque subjetivamente un in crescendo hasta alcanzar unos niveles de ruido no atronadores, no, mas sí obsesivos.
Yo confiaba en los modernos sistemas de ultrasonidos, pero anoche o los que había en mi cuarto eran mosquitos sordos o los aparatos no dan el do de pecho en cuanto se juntan tres o cuatro. Si a partir de las dos y media me puse a correr por la casa, no era tanto para huir -lo sabía imposible- como para buscar pastillas de veneno, insecticidas, lociones repelentes…, lo que fuera. Llegué a buscar en internet los componentes de algún remedio artesanal, y me unté de limón y clavo.
Al final, no me quedó otro remedio que el más mío: la reflexión, o sea, la resignación. Comprendí perfectamente el amor del pueblo a las golondrinas, que exterminan, en vuelo rasante como guadañas de ángeles finales, a los mosquitos. Una no hace verano, no, ¡porque las queremos a miles! Los murciélagos, golondrinas del lado oscuro, son también aliados naturales, y habría que rehabilitarlos. Entre los depredadores de los mosquitos, tienen un lugar sagrado en mi sentimentalidad las salamanquesas. En las noches de verano a mi padre le gustaba sentarse al fresco y seguir sus minuciosos movimientos de caza minúscula. Perfectamente camufladas sobre el muro con sus cuerpos extraplanos de blanco roto y gotelé, se acercaban inmóvilmente a las víctimas. Si éstas no nos hubiesen chupado la sangre con tanta saña, darían pena. Pero ahora la venganza se servía fría. Y tanto: con todo el pecilotermismo de esos cocodrilos verticales de juguete, implacables.
En mi cuarto, anoche no había salamanquesas ni murciélagos ni, ay, golondrinas ni venenos ni repelentes ni pastillas. Sólo unos ultrasonidos inaudibles, también para los mosquitos, y unos zumbidos a ras de piel que ponían los pelos de punta. Pero dejé que los rememorados vuelos abanicantes de las golondrinas y los bandazos de trapo de unos buenos murciélagos imaginarios me acunaran, y por fin me quedé dormido. Tuve sueños sangrientos, felices, vengadores.
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