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ES sabido que los partidos políticos tienen bases, cúpula, órganos, aparato y hasta alcantarillas. Un partido bien ordenado es un conjunto de metáforas extraídas de la geometría, la arquitectura y lo animal, pero pocas veces se oye hablar del alma de los partidos, en el supuesto de que la tengan. Yo tiendo a creer que sí a fuer de católico y en armonía con mi certidumbre de la existencia de ángeles guardianes de ciudades, naciones o instituciones innegablemente animadas. Ahora, ¿podría tener ángel custodio lo que carece de alma? Doctores tiene la Iglesia...
Si el PP posee alma, la tiene escindida. Dos importantes acontecimientos de estos días nos lo certifican: la actitud ante la manifestación de la AVT contra la anulación de la doctrina Parot y, en terreno bien distinto, pero precisamente por eso tan complementario como elocuente, las discrepancias en materia fiscal entre el presidente de la comunidad de Madrid, Ignacio González, y el ministro Montoro. El primero, un asunto de justicia y sentimientos; el segundo, de dineros e ideas. Viene sucediendo en el PP desde hace ya tiempo que en cada tema de verdadera importancia se agudizan discrepancias de fondo entre personalidades del partido que, poco a poco, van perfilando posiciones incompatibles. La impresión es que los campos están cada vez más deslindados, con el aparato rajoyista por un lado y la constelación de figuras relegadas que siguen teniendo a Aznar como referente más o menos íntimo y a Madrid como plaza fuerte, por otro. Que el pueblo soberano y urnícola sabe distinguirlos perfectamente, se vio el pasado domingo en el muy distinto tratamiento que unos y otros recibieron en Colón y alrededores.
Un partido que pretende aglutinar desde las fronteras de la socialdemocracia y el pragmatismo amoral y posmoderno hasta el voto católico y la derecha sin complejos, renegando encima de los referentes políticos y de los valores que podrían dar unidad a tan abigarrado mosaico, sólo puede ser una quimera o un milagro. La doble alma del PP debe traer loco a su ángel guardián, pero no más que a sus sufridos electores. Sólo un potente liderazgo podría seguir amasando esas voluntades dispersas, esas ideas contrapuestas, esos proyectos enfrentados. Rajoy, eterno equidistante sin alma propia, no puede ser ese hombre aunque el temor de todos a la derrota electoral le ayude tanto.
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