yo te digo mi verdad
Manuel Muñoz Fossati
Mejor, como en Macondo
De poco un todo
VIENE en los periódicos: ha muerto Irene Vázquez Romero. A las semanas de dar a luz a su quinto hijo, tuvo un derrame cerebral. Tenía 40 años. Es noticia porque su marido era José María Michavila, el exministro de Justicia con José María Aznar. Pero no sale en este artículo por eso, sino por ella.
Veraneó en El Puerto de mi lejana adolescencia. Imposible no fijarse entonces, porque era estremecedoramente guapa. (Pueden buscar su foto en Internet si sospechan que, arrastrado por las circunstancias, exagero.) Dejé de verla mucho tiempo, hasta que asistió a unas charlas que di en su universidad, la Francisco de Vitoria de Madrid. Fue una alumna atentísima, que me distraía, por razones obvias. Un poco desde antes, según me dijo, pero a partir de aquel curso mucho más, fue lectora de estos artículos y de mis otras cosas, incluso de mis libros. Los comentaba y retuiteaba de vez en cuando. Sé que ella, con una sonrisa franca, me perdonaría la broma amarga de suspirar que cómo no voy a lamentar yo, que no me sobran, la pérdida de un lector fiel… Sin bromas, abochornado, reconozco que, egoistón, echaré mucho de menos sus atenciones únicas: siendo ya profesora en aquella universidad, era capaz de cambiar su horario para venir a escuchar mis charlas, que eran las mismas de siempre y de oírlas como si fuesen novísimas.
Empecé a leerla yo también. Publicó algunos artículos de opinión y reseñas que me gustaron de veras. Me envió por sorpresa El placer de leer de C. S. Lewis, que era el autor sobre el que escribía su tesis, que me temo que habrá quedado inconclusa. La tengo asociada por todo ello al gusto superior de la lectura y la crítica literaria.
La primera reacción es de rabia, pero la rabia no va con ella. Lo suyo era y ha de seguir siendo la dulzura, la alegría, la luz y la inteligencia. Su paso, aunque leve, ha sido profundo, y sus cinco hijos son un tesoro de vida que deja. Su belleza -consolémonos como los clásicos- no la ha rozado el tiempo. Y su carrera universitaria e intelectual, sin que nos percatásemos, ya había llegado a su plenitud: su sonrisa, su interés, su generosidad, también su fe, son una muestra de que hizo la lectura más completa y mejor que hacerse pueda de Lewis. Por cierto, murió el día que su querido autor celebraba el cincuentenario de su muerte, como diciéndonos que milagrosamente hay muertes, porque hay vidas, que son dignas de celebrarse.
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