La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
EN principio, no tenía demasiado que celebrar de la reforma del aborto. Es una ley que lo sigue amparando y eso resulta incompatible con cualquier alegría. Además, se ha retrasado mucho. Siendo una expresa promesa electoral, uno hubiese esperado al menos el gesto de la urgencia para subrayar su importancia: la urgencia con la que Zapatero cumplió su promesa electoral de sacar las tropas de Irak o con la que Rajoy incumplió la suya de no subir impuestos. Pero se han pasado media legislatura pensándoselo. Ni por el fondo -al que no llega- ni por la forma -que no llegaba- puedo estar exultante.
Sin embargo, la reacción de los partidarios del aborto, llamando a la insumisión, al atentado personal contra el ministro de Justicia e insultando a diestro y siniestro, me ha alegrado mucho. No por mala idea, entiéndanme. El ruido y la furia ponen de manifiesto la inexistencia de argumentos serios científicos o legales de los abortistas. Y eso ya es muy importante.
Más aún. Que se rebelen así contra una norma aprobada mediante un procedimiento irreprochable, votada por amplia mayoría, recogida en el programa electoral ganador, deja en evidencia los tan proclamados principios democráticos de los abortistas. Oh, esos pomposos principios, que sólo sirven para arrojárnoslos a la cara a los contrarios, mientras pueden. Cierto que yo no aceptaré la legitimidad del aborto ni aunque lo aprueben las mayorías más absolutistas; pero, a partir de ahora, sabemos que estamos igual y que hay que discutir en otro nivel: el de la verdad y el sentido común. Los votos no convencen ni a unos ni a otros.
Todavía más. Se irritan porque consideran que la ley es un paso atrás en la senda del progreso. Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad medioambiental sabe de sobra hace mucho que el progreso no es una senda y que su dirección es intrincada, un laberinto. Está muy bien que eso se evidencie y discuta en público.
Y ahí es un acierto denunciar los abortos eugenésicos, especialmente discriminatorios, arcaicos y repugnantes. Y otro acierto: dejar de calificar el aborto como un derecho de nadie. Por último, parece que la nueva ley no permitirá que la burlen con tantísima facilidad como a la de 1985 y que se pedirán algunas garantías médicas de verdad. Es poco, pero no es poco, y una sola vida salvada es un bien inconmensurable. Una sola vida ya es un motivo de celebración por todo lo alto.
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