Envío
Rafael Sánchez Saus
¿Réquiem por Muface?
La tribuna
SEGÚN una antigua tradición rabínica, la noche de la Pascua la puerta de toda casa judía debía permanecer abierta ante la posibilidad de la llegada inesperada del Mesías, de modo que si éste no aparecía, al menos quedase abierta para que cualquier persona necesitada pudiera compartir esa noche la alegría de la victoria divina. La esencia de la Navidad es abrir esta puerta a Jesucristo, es la oportunidad para el encuentro con Él, como nos ha recordado recientemente el Papa Francisco. Pero sólo los ojos de los sencillos son capaces de reconocer su presencia, a veces, escondida detrás del ropaje de la miseria.
La Palabra eterna por la que Dios hizo los cielos y la tierra nace como uno más entre los hombres compartiendo con nosotros la grandeza y el drama de nuestra vida humana. Dios no ha permanecido callado. Frente al misterio del mal, del sufrimiento y del deseo infinito del corazón del hombre ha respondido, pero no con una palabra más, sino con su mismo Hijo, su Palabra eterna. Su vida humana es la palabra que Dios ha pronunciado en medio de la historia.
Esta historia dramática que Dios no repudia; al contrario, la abraza con la mayor de las fuerzas: el poder de la ternura. La inocencia de seguir esperando en el hombre, de creer en él a pesar de todo, sólo puede venir de Dios. Como esa madre -he conocido tantas- que nunca desespera de la salvación de su hijo, porque le conoce bien, porque sabe cuánto ha sufrido y no sólo el mal que ha hecho sino el bien que es capaz de hacer; porque es su hijo y porque ella es su madre.
Admirablemente, Dios no reniega de la realidad ni de nuestra debilidad; somos nosotros muchas veces los que sí lo hacemos o, simplemente, huimos de ella, por ejemplo cuando por la puerta abierta para Dios se nos cuela el baratillo de la 'magia' de la Navidad, esa gran engañifa. Es mejor no desnaturalizar la verdad. En el Belén no hay trampa ni cartón, ni es un parque temático. Es la cruda realidad pero envuelta en el misterio de un amor que renueva el mundo abrazándolo tal como es amando nuestras vidas sin sucedáneos.
En la pedagogía de Belén está la llave del milagro. Una mirada complaciente que toca el corazón, lo seduce suavemente y lo atrae hasta hacerlo palpitar con el entusiasmo de hacer el bien, de ser buenos. Una vivencia que libra de la apariencia con el poder de la ternura.
Jean-Paul Sartre, uno de los representantes más conocidos del ateísmo del siglo XX, movido por esta nostalgia de inocencia y ternura, mientras compartía cautiverio con otros presos de los nazis en el Stalag 12D, escribió en la Navidad de 1940 un pequeña obra de teatro, 'Barioná, el hijo del trueno', en la que a través de la figura de Barioná, el protagonista, describe el poder de transformación que ejerce ese pequeño Niño en los corazones inocentes que terminan adorándole. La sencillez de su relato trasluce el deseo más profundo del corazón de todo hombre: el encuentro con el Amor de Dios del que procedemos y que el mundo ha desterrado.
Nosotros adoramos en Belén al inocente que devuelve al hombre la pureza limpiando nuestro corazón y nuestra mirada para poder ver las cosas y, sobre todo, a las personas, con la mirada de Dios.
Tenemos gran deseo de renovación. Pero ésta no vendrá de fuera, del cambio de otros, sino del camino interior de cada uno de nosotros. Solamente aquello que puede cambiar el corazón de un hombre es capaz de transformar el mundo.
En una noche clara de Navidad comenzó silenciosamente algo totalmente nuevo. También hoy Cristo es el Emmanuel -"Dios-con-nosotros"-. Sigue caminando con los hombres, por nuestras calles, en nuestras vidas, discreto y fiel, esperando que le abramos la puerta de nuestra vida. Lo hagamos o no, Él continuará apostando por el hombre porque sabe que valemos la pena.
Éste es el misterio que estos días celebramos los cristianos. La Buena Noticia que merece ser celebrada, vivida y compartida con todos. "Mirad que estoy a la puerta y llamo, si alguno me abre entraré y cenaremos juntos". Quien deja entrar a este Niño ya no quiere dejarle marchar, pues comprende que es Aquel a quien, aún sin saberlo, lleva toda la vida esperando.
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