La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
EN alguna de las bulliciosas comidas navideñas, ya no recuerdo si con mi familia política o incluso con la consanguínea o todavía con mis compañeros de trabajo o ya con los amigos de la diáspora, pensé: "Los extremos se tocan". No he sentido nunca más silencio interior que en el jaleo de una comida masiva, almuerzo, merienda o cena.
Si hablamos todos, nos anulamos todos y -aparte las forzadas gargantas y los desafortunados oídos- eso y el silencio es lo mismo. Tras las primeras escaramuzas, uno o una toma la palabra y no la suelta ni a la de tres y entonces pueden ocurrir sólo dos cosas.
O que el orador, pasado el tiempo imprescindible para que los otros recuperen el resuello, vuelva a encontrar resistencia. "Tú ya has hablado, me toca a mí", se espetan como tertulianos de la radio o de la tele, que es donde han aprendido los rudimentos (¿ruidimentos?) del oficio, como se les nota a leguas (¿a lenguas?). ¡Qué daño irreparable han causado esas tertulias a las reuniones familiares! Cuando otro recupera, por fin, la palabra, tras encarnizada reconquista que habrá llegado a las manos en forma de manotazos, golpes en la mesa o gesticulación brutal, se encuentra con que se le ha olvidado lo que tenía que decir o nunca lo supo o lo recuerda, sí, pero ya -en el desolado campo de después de la batalla- no viene a cuento.
O puede pasar que en la reunión predominen los tímidos o los discretos, y se den enseguida por vencidos y, en el fondo, agradezcan que otro haga el gasto de la charla. Eso hace la sobremesa más pacífica, aunque no necesariamente más animada. Desde los diálogos platónicos, hemos venido a menos: al diálogo de sordos o parlamentario, donde nadie convence a nadie ni lo intenta, sino que lo vence a fuerza de votos o de vetos. ¡Y todavía hay quien habla de progreso! En materia de conversación, el progreso sólo ha aportado los smartphones. Logran que algunos se callen voluntariamente, agachando humildes la cabecita. Pero no escuchan. Así que para qué.
Hay dos soluciones. O importar la costumbre anglosajona y nórdica de los discursos, que al menos imponen la obligación moral de decir algo por turnos con buena voz, cierta gracia y un toque de emoción. O asumir desde el principio que uno va a las comidas de familia o de amigos no a dar una disertación ni a oírla, sino a estar con los que quiere y sobre todo, como dice nuestro sabio lenguaje cotidiano, a verse.
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