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Rafael Sánchez Saus
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EN Andalucía llevamos más de treinta años de socialismo a cucharadas o con embudo, según los talantes y estrategias de los jerarcas, y eso se nota. Cuando una ideología caduca hegemoniza el espacio público durante décadas, se impone en la educación, en las leyes, en los presupuestos y en los valores colectivos, ¿puede alguien pedirle contención, temor al ridículo?
Que el socialismo está acabado como idea en todos los países en que merece la pena vivir es algo que ni siquiera la derecha española con su ingénito complejo de inferioridad debería desconocer. Como prueba, han vuelto a coincidir en Andalucía dos hechos -¡ay, esas casualidades que ponen al descubierto tanta prepotencia!- que delatan a quienes se saben los amos del presente pero desconfían profundamente del futuro, de la posibilidad de una perpetuación en el poder que, como casta política, es ya su única razón de ser. Por ello, sin proyecto e ignorando la incómoda realidad presente, la Junta socialcomunista busca oxígeno en un pasado que confisca a la historia para manipularlo o destruirlo. La Ley para la Memoria Democrática y la reivindicación sectaria de la propiedad de la Catedral de Córdoba para la Junta de Andalucía, con apoyo de ésta, tienen un común origen ideológico en grupos que en cualquier país de Europa estarían en el arrabal de la política y de la sociedad pero que aquí nos imponen sus neuras y marcan la agenda del Gobierno autonómico.
Las doctrinas que mantienen en perpetuo pie de guerra a estas gentes han desafiado siempre el ridículo y el desmentido de los hechos, pero hoy no se detienen ni ante la barrera del absurdo. Sólo desde el desprecio hacia todo aquel que no sea pasajero de la nave de los locos se hace posible exigir por ley la destrucción de cualquier referencia explícita a la España que estuvo vigente durante medio siglo, sin consideración a valores históricos, culturales o artísticos. O tratar de despojar por puro odio y sed de mal a una comunidad de un templo que ocupa y sostiene desde hace ochocientos años para vaciarlo de sentido y convertirlo en una especie de parque temático en el que representar sus historietas y exorcizar sus obsesiones. El sesgo totalitario, desmedido, de estos intentos de imponer su visión del pasado nos desvela la total incapacidad de estos dirigentes para trazar un proyecto de futuro para todos.
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