Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
de todo un poco
CREÍ que nada me podía unir más a García Márquez que la paronomasia. Sin embargo, me he sentido muy identificado cuando estos días le he oído decir en alguna televisión (voz en off más poderosa que la muerte) que él, que tanto los había comprado, robado, leído, vendido, regalado y hasta escrito, no terminaba de saber lo que era un libro. Mon semblable, mon frère, he suspirado, con acento más aracataqueño que baudelariano.
Gabo llegaba a tiempo. Mi suegra, que ha pasado en casa un tiempo, salió la otra tarde, discreta, como suele, a comprarse un libro en una gran superficie. Al enterarme, el suceso llamó mi atención, pues tenemos una biblioteca de unos seis mil volúmenes. Libros que estoy deseando prestar: unos, porque el entusiasmo es expansivo; otros, porque no los leí aún, y a ver si alguien me justifica el gasto. Con todo, el gesto de mi suegra resulta, como suyo, muy halagador, si se piensa.
La frase venía también a explicarme un malentendido. Amablemente me pidieron, dando por sentada mi postura, un texto en defensa de las bibliotecas de papel frente a los libros electrónicos. Yo soy firme partidario de una buena biblioteca familiar, y en eso podía satisfacer el deseo de mi mandante. Lo soy por múltiples razones, de las decorativas a las metafísicas, pasando por la de poder dejar un libro, si se dejan. En cambio, a diferencia de las termitas o del ratón de biblioteca, no tengo una preferencia estricta por el papel. Si el libro es bueno, igual me sirven el formato electrónico y el audio libro. Y hasta el libro etéreo: o el implícito, de Gómez Dávila, o el imaginado, a lo Borges, que urdía reseñas de títulos inexistentes; o el intangible de los buenos deseos, como aquellos ejemplares con cuya autoría soñaban Canetti y Steiner, entre tantos. Si tuviese que escoger formato -que por fortuna no-, el mío ideal sería la memoria, que es donde mejor y más hondo se relee. Ahí estriba el encanto incandescente de la novela Farenheit 451, y no tanto en su ceniza distopía. Pero cuantos más formatos mejor, y ojalá tuviese en casa pergaminos, papiros, tablillas de arcilla… Quizá con que propicie el encuentro entre un escritor remoto ("las grandes almas que la muerte ausenta", dijo Quevedo) y un lector que se va encontrando al sesgo a sí mismo, existe el libro.
El follón de este día mundial es que no sabemos del todo qué ni cuándo es un libro. Y los que lo saben, menos
También te puede interesar
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Envío
Rafael Sánchez Saus
Luz sobre la pandemia
La Rayuela
Lola Quero
El rey de las cloacas
Crónica personal
Pilar Cernuda
Felipe VI: su mejor discurso
Lo último