La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
EN el parque, sin venir a cuento un amiguito le pega por la espalda a mi hija y luego le da una patadita fuerte. Yo lo miro con una intensidad de francotirador… pero no intervengo, porque están sus padres delante, y hay que respetar las competencias jurisdiccionales. Mi hija debe de advertir el brillo acerado en mis pupilas, porque más tarde me pregunta, perpleja, por qué no dije nada. Le explico las complejidades de la vida social y las trampas del perspectivismo: "Son cosas de niños" se entiende de forma muy diferente según en que lado de la patadita esté tu retoño.
Lo cual me retrotrae a Dante Alighieri. En su viaje por la vida ultraterrena, se topa con un antepasado suyo que le mira con un desprecio punzante porque sus descendientes todavía no han tomado venganza de un agravio. Esa mirada se le clava al poeta muy dentro; y a mí, de paso. Es un episodio excepcionalmente significativo de la Divina Comedia. Marca un cambio de mentalidad que parece que, aunque con dolor y bochorno, Dante acepta. Empieza a terminarse el tiempo de las venganzas familiares. Rige el derecho común. O debería.
Nosotros, como Dante, hemos renunciado a tomarnos la justicia por nuestra mano, y de alguna manera conocemos su misma vergüenza ante la mirada inquisitiva de las víctimas o de su memoria. Ya sea la anécdota menor de mi hija, que sirve para dejar sentado que todo pasa por sentir cualquier mal en carne propia, o la categoría de afrentas serias o de crímenes de verdad, mucho peores. Todo lo cual explica la vergonzante solidaridad que nos despierta la madre que acaba de ir a prisión por asesinar al violador de su hija.
Como Dante, asumimos que hemos cambiado la venganza por la administración pública de Justicia, y que así debe ser. Pero, por un lado, nos remuerde en la conciencia la sospecha de que pueda haber algo de dejación en ese gesto y, por otro, la certeza nos reconcome de que el Estado no termina de garantizar que la justicia sea lo suficientemente satisfactoria.
En realidad, haber dejado la acción al Estado, no significa olvidar nuestra responsabilidad política. El equilibrio estriba en demandar a los gobiernos normas firmes, que respondan a las exigencias de reparación, cumpliendo -no tienen por qué ser incompatibles- todas las garantías jurisdiccionales. Que no esté en nuestras manos la seguridad y la justicia no significa que no puedan estar en buenas manos y eficaces.
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