Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
de todo un poco
LOS libros de autoayuda tienen tantos compradores acérrimos como críticos ácidos. A veces me he maliciado que son los mismos, con conocimiento de causa. No sé…, ¡hay tanta confusión en este género! Lo seguro es que el autor se autoayuda a sí mismo con las ventas del libro, y menos (o nada) al lector. Al menos, le advierte desde el título (traidor no es) de que el trabajo de ayudarse se queda para él solo, previo pago de un módico precio.
La culpa es de la "auto", sí, pero las sospechas recaen en la "ayuda". Y ayuda nos han de prestar siempre los libros. En verdad, cualquier libro debería hacernos más listos, más cultos, más buenos o más divertidos, que también importa, o todo junto y a la vez, que es lo mejor.
Para aclarar las cosas habría que afinar los conceptos, crear otras categorías. Pienso en los "libros de arduaayuda", aquellos en los que el esfuerzo que requiere leerlos merece la pena con creces. De ésos, hablaré otro día. Pero, más que nada, pienso en los "libros de altaayuda", o sea, en aquellos que, desde su excelencia, contribuyen a nuestra felicidad y mejora personal con más fundamento que los del primer gurú que pasa por la esquina. La gran poesía entra de lleno aquí, pero Los lirios del campo y las aves del cielo de Søren Kierkegaard, recientemente reeditado por Rialp, sería el arquetipo. En menos de ochenta páginas, el filósofo danés te mete un chute de optimismo y felicidad del que uno sale traspuesto o, mejor dicho, transfigurado. Es verdad que el libro arranca de unos versículos de San Mateo y acaba con un himno litúrgico, pero es que Kierkegaard, tratándose de alta ayuda, se apoya en lo más alto. Hay que tener un poco de fe para aprovechar este libro al cien por cien, aunque disfrutarlo al 75% tampoco es tan poco.
Nos ayuda a descubrir que no hay mayor felicidad que ser y estar. Es una idea que luego recogerá Chesterton. Kierkegaard nos anima a mirarlo todo con alma, a arrojar fuera las preocupaciones y a agarrar con fuerza las alegrías. Está escrito el ensayito con tal vigor que es su entusiasmo el que acaba atrapándonos. No está pensado para el verano, sino para cualquier tiempo; pero en vacaciones nos será mucho más fácil entrenarnos en la práctica del deporte de riesgo que es la felicidad. Nos enseña Kierkegaard a ir lanzando lejos -como el martillo olímpico lo menos- los problemas: mejor empezar ahora, cuando son pocos y pesan menos.
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