La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
Cada vez que me encuentro en la mitad de la vorágine, alejadísimo de la literatura, del ocio, de la reflexión y -si exagero un poco- hasta de la vida, alguien menciona algo que escribí o dije en un instante (lejano) de inspiración. Artículos que publiqué aquí mismo hace cinco o seis años o muy remotos poemas que reaparecen, por arte de magia, en la Red. Andaba pesaroso de no estar haciendo nada digno de mención; y me rehacen, literalmente, al recordar eso que hice. Y que luce como nuevo.
Desde la Baja Edad Media se vio en la vida de la fama otra fuente (muy menor, por supuesto) de inmortalidad. Auténticos zombies de nuestros estreses posmodernos, nos queda como mínimo una esperanza -una resurrección-: la existencia resistente de aquello que hicimos. Decía Mario Quintana: «Hay muertos que no saben que están muertos..., hete aquí un viejo tema de esos relatos fantásticos o de fantasmas que la gente lee sin cansarse nunca. ¡Como si no hubiese cosas mucho más impresionantes en nuestro propio mundo! Una historia, por ejemplo, que comenzase así: "Hay vivos que no saben que están vivos"». Que estoy vivo o que lo estuve es el descubrimiento que me ha supuesto muchas veces releerme desde una curva veloz del camino a ninguna parte, fantasma (yo) de la curva.
Hasta aquí podría dar la impresión de que es una experiencia reservada al escritor, grande o pequeño. Qué va. A todos nos redime la memoria de los otros, que es lo que vale. Seguro que hoy alguien recuerda un momento suyo (sí, sí, de usted) especialmente amable, un gesto noble, un acto hermoso. Imaginemos que anda, Dios no lo quiera, tan fuera de sí como yo. Vale. Que su día es oscuro y nublado. Bueno. Pues esos nubarrones los atraviesa el rayo de luz de un sol altísimo: es el rompimiento de gloria de alguien, quién sabe a veces quién, que piensa en usted.
Nuestra vida se multiplica en el corazón de los demás. Cualquier día de perros corre transversal a imágenes nuestras luminosas que cruzan la mente de varios conocidos, y que pueden estar más vivas y ser, sin duda, más intensas que nosotros mismos hoy.
"Qué alegría tan exagerada y, sobre todo, tan extravagante", pensará quien se encuentre al fondo de su día taciturno. Tampoco tan extravagante, si atisbamos que esa vida rescatada no es sino un anuncio y un signo de la que tendremos para siempre, a poco que pongamos de nuestra parte, en la buena memoria del Eterno.
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