Envío
Rafael Sánchez Saus
¿Réquiem por Muface?
SI hay algo conmovedor y emotivo en las celebraciones de la Virgen del Rosario en nuestra ciudad es la presencia de los niños de Cádiz ante su Patrona, llevando cada uno de ellos, así dicen los mayores que desde el año 1947, su vara de nardo.
Agrupados en sus colegios o a título personal en los brazos de sus padres, siguen siendo cada año varios miles de niños los que cumplen con esta tradición que tiene un efecto pastoral insustituible porque son los niños los que traen a la Virgen a sus padres y los que, como ángeles de la guarda, hacen que muchos de nosotros levantemos los ojos y la contemplemos como Madre y Patrona. Son los niños de Cádiz los que llaman, como si fueran una campana que repica y a todos nos acercan a la Madre del Señor.
Debe haber ido siempre así porque el primer apóstol de la Virgen del Rosario es su propio Hijo, el que Ella tiene en sus manos. Y lo es no porque lo proclamemos por el cariño y la devoción, sino porque la historia de nuestro Cádiz así lo demuestra. Fue el Niño de la Virgen, ángel de la guarda de Fray Félix María y ángel de Dios que devolvió a dos gaditanos a su casa. Estos son esos momentos de una historia de amor entre la Virgen y los niños y una obra de apostolado de los niños de su Niño para con la Virgen del Rosario.
En octubre de 1868 y como consecuencia de la revolución de septiembre de ese mismo año, llamada La Gloriosa y que fue fruto del desentendimiento de los partidos democráticos más fuertes entonces, el Partido Moderado y Unionista, y que concluyó con el destronamiento de Isabel II provocó en Cádiz fuertes disturbios. Algunos templos fueron asaltados y destruidos, como ocurrió con los de Candelaria y Loreto, y otros puestos en peligro como el de la Patrona. El Convento de Santo Domingo sufrió graves daños porque buscaban en él los instrumentos de tortura de la Inquisición, que naturalmente no encontraron, pero nadie se atrevió con la Virgen. Era el 8 de octubre de 1868.
Al día siguiente, sin que los ánimos se hubieran calmado ni mucho menos, quiso el obispo de la Virgen, Fray Félix María de Arriete, visitarla; y uno de los canónigos de la Santa Iglesia Catedral da cuenta de aquella visita de la siguiente manera:
"Quiso el santo prelado ir a visitar la imagen de la Patrona ya que no le había sido posible en tan aciago día. Al llegar a la plaza de San Juan de Dios, que conduce al convento, notó el bondadoso padre Félix que se le unía un niño como de doce años, vestido, según decía él, de panaderito, y muy limpio, pero descalzo, el cual no dejó de acompañarle un momento, siempre caminando a su lado, hasta llegar a la iglesia. Penetró el prelado en el templo, y notó que se quedaba a la puerta el niño. Al salir, después de haber orado ante la Patrona un buen rato, allí a la puerta le esperaba el niño, y torna a colocarse a su lado, siguiendo con él, sin hablar palabra. Tanto a la ida como a la vuelta, al atravesar por la calle Sopranis, oyó el padre Félix palabrotas soeces e insultos de los que por ella transitaban o estaban a la puerta de los establecimientos; por último llegó a Palacio, y al dirigirse al niño para darle limosna con la que comprarse calzado, le buscó en vano. Había desaparecido. Y decía con gran seguridad e íntima convicción el padre Félix, que el misterioso acompañante era el ángel de su guarda que se había hecho visible para protegerlo aquel día".
¿Veis? Un niño como cualquiera otro de los de ahora que también acompañó a un mayor ante la Virgen y le preservó de los dimes y diretes de los que miran sin entender su inocencia y su papel en el Reino de Dios.
El otro episodio es de diciembre de 1891. El 24 de ese mes según la costumbre, se bajó para que lo veneraran todos en la Misa de Medianoche, al Niño de la Virgen. Aún hoy se sigue bajando. En un descuido lo robaron y al no aparecer los frailes hubieron de encargar otro, que se colocó en manos de su Madre el 31 de octubre de 1892, dando por perdido definitivamente el que le habían robado.
El 31 de mayo de 1893, doña Pilar Escribano iba a visitar el Jubileo de las Cuarenta Horas que ese día estaba en la capilla del Hospital de Mujeres. Era madre de dos hijos implicados en las guerras de las colonias españolas. Uno de ellos alférez de navío, estaba prisionero de guerra en Estados Unidos y el otro, ingeniero en Filipinas, permanecía allí en medio de muchas dificultades. Al pasar por uno de los baratillos que se colocaban ya entonces en los alrededores del Mercado Central de Abastos, notó que algo se le enganchaba al vestido, y a pesar de su ancianidad y su ceguera, reconoció enseguida al Niño de la Patrona. Lo compró y lo llevó a su casa y cuando lo hubo restaurado lo llevó al convento diciéndole a la Virgen del Rosario:
"Madre mía; yo te devuelvo a tu Divino Hijo; acuérdate que yo tengo dos hijos lejos, muy lejos de mí, y uno de ellos está enfermo. No permitas que se me pierdan; devuélvemelos pronto".
Y la Virgen, que se valió de su Niño para traer a su casa a Doña Pilar, la escuchó, como hace siempre. Pocas horas después de haber regresado a su casa recibió un cablegrama del marino diciéndole que salía para España y días después un telegrama del hijo ingeniero que le comunicaba que había llegado a Barcelona. Al mes siguiente ambos estaban ya en Cádiz y el enfermo curado del todo.
¿A que ahora entendemos mejor el papel de los niños alrededor de la Virgen y cómo la historia de ellos, Ella, nosotros y los nardos es imperecedera?
Merece la pena que cualquiera de nosotros se deje guiar, acompañar o venir con ellos. Se va a encontrar con la Madre que a todos recibe y que sigue poniendo de relieve que de los que son como ellos es el Reino de Dios, porque los niños de cádiz son de nuevo como ángeles de la guarda y como hijos pequeños de la Virgen que a veces les sustraemos porque los mayores somos así.
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