Enrique / García-Máiquez

En plena mística

De todo un poco

08 de octubre 2014 - 01:00

ENTRE las muchas noticias que sigo con inquietud estos días, destacan las del Sínodo de la Familia. Me temo lo peor: que no se hable del matrimonio más allá de la muerte. O sea, de aquello que Quevedo clavó con palabras justamente inmortales: "Nadar sabe mi llama la agua fría / y perder el respeto a ley severa".

El "hasta que la muerte os separe" me pareció siempre de pésimo gusto. Peor incluso que el peliculero "puede besar a la novia". Es mentar a Tánatos en la apoteosis del Eros, y ¿quién le ha dado vela en una boda? ¿No es imponerle a un "alma a quien todo un dios prisión ha sido" caducidades y límites que, por naturaleza, no tiene? En mi boda, al sacerdote se le olvidó la frase de marras. Mi familia política andaba muy amoscada, quizá porque perdían su última esperanza, pero yo lo celebré como un salvoconducto. Fue un memorable regalo de bodas que me hizo la amnesia del cura.

Claro que los divorciados unidos por lo civil y las parejas de hecho preocupan mucho a la Iglesia; pero, aunque sólo fuese por equilibrio, habría que honrar a viudas y viudos que siguen enamorados por encima de la muerte, soberanamente ignorándola. Están en completa sintonía con la preferencia paulina. Y son una catequesis vital y por sobreabundancia de gracia de la doctrina de la indisolubilidad. Es una lástima que la indisolubilidad ceda ante una excepción tan poco excepcional como la muerte. La resistencia tiene además su apoyo borgiano. Cuenta en su Diálogo sobre un diálogo:

"A. […] repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. […] le propuse que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón). Pero sospecho que al final no se resolvieron.

A (ya en plena mística). Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos".

Después está el lado práctico. Si el cónyuge viudo se casa, hay un lugar en el corazón y en la casa y en las conversaciones y en las fotos de la mesilla que el cónyuge difunto tiene que desalojar para hacer hueco. Se muere un poco más.

El amor más allá de la muerte merece, pues, su atención dogmática y pastoral, su reflexión sacramental, su vivo reconocimiento. Respetando siempre las decisiones de cada cual, sin juzgar a nadie y, desde luego, sin querer imponerle desde aquí nada a mi mujer, llegado el caso.

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