El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
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La tribuna
UN estudio dirigido por el Dr. Martijn Finken, de la Universidad de Amsterdam, asegura que los problemas de los niños con las matemáticas se deben, fundamentalmente, a un nivel bajo de la hormona tiroxina que debió tener la madre durante el embarazo de ese bebé. Concretamente, durante doce semanas del mismo. Es una magnífica noticia. El remedio al bajo rendimiento en matemáticas está al alcance de la mano. A partir de ahora, se testa a cada mujer que quede embarazada y se controla ese nivel. Si se detecta déficit de la hormona, se le suministra, y a partir de ahí, cuando el niño haya venido al mundo y se enfrente a las tareas escolares, ya sabemos que en las más arduas (las matemáticas) se van a acabar los problemas. ¿Y qué se hace con las criaturas que ya están en este mundo? No es sencillo retrotraerlas a la situación anterior del embarazo temprano. ¿Esos ya no tienen remedio? Parece que no. Tal vez tomando yodo se pueda paliar un poco la situación. Algo es algo.
Una investigadora de la Universidad de Berkeley (California), llamada Alison Gopnik, ha llegado a la conclusión de que los niños, de manera espontánea y con toda naturalidad, tienen un pensamiento muy similar al que se necesita para desarrollar el método científico. O dicho de forma más sencilla, los niños y niñas, desde muy temprana edad, poseen intuiciones que se desarrollan y se ejecutan de acuerdo con los procedimientos científicos. Naturalmente se sigue de aquí una conclusión sombría: la escuela puede (parece insinuarse que así lo hace) matar ese espíritu científico que traen los niños de nacimiento.
Respecto a la investigación de la tiroxina, llama la atención que no se incluya un estudio de campo con niños que frecuenten la escuela. Está bastante bien establecido que algunos factores de éxito matemático están ligados a la pericia profesional de los docentes y al método de aprendizaje que se utiliza. Por la misma razón, la incompetencia docente y un método anticuado producen verdaderos estragos en los aprendizajes de los alumnos. Teniendo en cuenta estos hechos más que constatados, ¿cómo se las apañan los buenos docentes de matemáticas para saber escoger los alumnos cuyas madres tuvieron un alto nivel de tiroxina durante, al menos, doce semanas de su embarazo? ¿Y cómo se las arreglan los más incapaces en elegir siempre a los educandos cuyas madres eran deficitarias en esa hormona? ¡Ah! Misterios de la vida.
El caso de Gopnik olvida que cuando los niños no iban a la escuela (porque no había) no manifestaban esas dotes tan maravillosas. Ni los adultos más inteligentes y formados. De hecho tuvieron que pasar bastantes siglos hasta que a principios del XVII Francis Bacon enunciara los principios del método científico. ¡Qué desperdicio de tiempo! Y todo por no fijarse lo suficiente. No consta que Sir Francis llegara a sus conclusiones prestando atención a los infantes, sino leyendo mucho, observando mucho y reflexionando profunda y dilatadamente sobre sus estudios y sus experiencias.
Uno se queda de piedra, tanto ante las conclusiones de un estudio como las del otro. ¿Cómo se puede llegar a tales resultados de una manera tan frívola? ¿Cómo a partir de resultados obtenidos en experimentos muy parciales y limitados, se arriba a conclusiones temerarias, que pueden generar confusión y efectos indeseables? Me imagino a un docente que, cuando le llegue la madre de un alumno a saber por qué el nene suspende matemáticas, le diga que la culpa la tiene ella, porque su producción de tiroxina en el embarazo fue claramente insuficiente. En el otro lado, las quejas de los padres pueden ir por acusar a la escuela de sofocar y abortar las cualidades científicas de sus hijos. ¡Que lo dice una científica de Berkeley, no una cualquiera!
Ya tenemos dos nuevos factores que explican el fracaso escolar. Tal vez éstos se acepten, tomen carta de naturaleza y se instalen en el repertorio de argumentos sobre la razón por la que los niños, en general, obtienen bajos rendimientos. Como la mayoría de los utilizados, tienen que ver con factores externos a la realidad escolar y están situados fuera de su control. Así, se tiene la coartada perfecta para no hacer nada o, para ser más exactos, cubrir el expediente. Se explica muy bien por qué aquello que está bajo la competencia de un sector profesional no funciona, pero no cómo se le pone remedio. Se nos olvida que la tarea de la escuela y del docente es cómo conseguir formación y aprendizaje a partir de la situación de la que parten los educandos, que la tarea de la escuela y del docente es que, tras un periodo de tiempo en la que el ser humano la frecuenta, mejore sustantivamente su posición de partida. Por último, aconsejaría a míster Finken y miss Gopkin que antes de declarar tan solemnes chorradas se pasen bastantes horas con los niños y dentro de las escuelas, siquiera sea para conocer un poco aquello sobre lo que pontifican.
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