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La mayoría de los que formamos parte de la Armada tenemos grabada la imagen de un grupo de marineros uniformados celebrando la llegada del año nuevo en la Puerta del Sol de Madrid, con el telón de fondo de las campanadas con que todos hemos acompañado las uvas. Se trata de una tradición que arrancó en las navidades de 1866, cuando la Armada y José Losada, uno de los relojeros más famosos de todos los tiempos, decidieron rendirse tributo mutuamente. En realidad, bajo el apellido Losada se escondía un personaje tan ilustre como peculiar: José Rodríguez Conejero, nacido en 1797 en la localidad leonesa de Iruela, perteneciente al municipio de Losada que el relojero se encargó de universalizar adoptándolo como apellido. José dedicó sus años mozos al pastoreo, hasta que la mala o buena fortuna hizo que perdiera un ternero, y por temor a las posibles represalias decidió escapar, deambulando por la región hasta reaparecer en Madrid algunos años después como un joven oficial de Caballería con el nombre que habría llevar a perpetuidad: José Rodríguez Losada.
De sólidas ideas constitucionales, la llegada al trono de Fernando VII le obligó a huir de España, exiliándose junto a otros liberales en Londres, donde encontró trabajo como mozo de una relojería. Poco a poco, remendando relojes inservibles, Losada fue incrementando su fama hasta convertirse en un maestro relojero de reconocido prestigio, lo que refrendó la Marina Británica contratándolo para construir los cronómetros que permitieran a sus oficiales el cálculo preciso de la Longitud, tan escurridizo hasta pocos años antes. Losada dirigía en Londres una tertulia que reunía a lo más granado de los españoles exiliados en aquella ciudad, entre los cuales se contaban personajes de la fama del general Prim o el dramaturgo José Zorrilla, paradójicamente hijo de un militar absolutista que había perseguido a Losada en España por sus convicciones políticas.
Su fama traspasó fronteras y la Armada Española contactó con él para encargarle una remesa de cronómetros para sus barcos, vista la calidad de los servidos a los buques de su Graciosa Majestad. Sus servicios fueron tan apreciados que la Armada terminó contratándolo como cronometrista del Observatorio Astronómico de San Fernando, lo que le llevó a viajar a Cádiz en 1855, instalando en la calle de la Farola de Jerez el primero de sus relojes en España, que hoy se levanta en la plaza del Arenal frente a la estatua ecuestre de Primo de Rivera.
A su paso por Madrid, Losada se alojó en el Hotel París, sito en la Puerta del Sol, y desde la ventana de su habitación tomó nota de que el reloj que daba la hora a los madrileños desde la otrora Casa de Correos acumulaba importantes retrasos, lo que le llevó a ofrecer al Ayuntamiento una maquinaria que subsanara este defecto, fabricando finalmente el reloj que remata la torre de la que hoy es sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, cuyas campanadas acompañan las uvas con que los españoles saludamos tradicionalmente la llegada de cada año. Otro carillón ilustre en el que trabajó nuestro genial compatriota fue el famoso Big Ben, que da las horas en Londres desde lo alto del palacio de Westminster. Encargado su diseño a Edward Dent, el maestro relojero murió en plena construcción y como quiera que Losada residía entonces en la City, se le encargó la culminación del reloj que sonó por primera vez en julio de 1859, seis años después de que Losada se ocupara de su reparación.
Además de en los relojes más variopintos y los cronómetros más precisos, Losada fue un gran especialista en sabonetas: aquellos relojes de bolsillo antiguos que pendían de una cadena y se consultaban levantando una esfera metálica protectora que solía contener una frase amable grabada a cincel y un retrato disimulado en el reverso. En el Museo Naval de Madrid se exhibe una de estas sabonetas, en este caso con las tapas en piedra verde sanguínea y un escudo naval con la corona rematada en rubíes, regalo de Losada al Almirante Méndez Núñez a su regreso de la batalla naval de El Callao, obsequio que, en una versión más modesta, el relojero leonés tuvo a bien extender a todos los miembros de la distinguida dotación de la fragata Numancia.
Inaugurado en 1866 con motivo del cumpleaños de la reina, la Villa de Madrid decidió honrar esas mismas navidades a Losada aprovechando que las campanadas de su nuevo carrillón iban a sonar por primera vez en la Puerta del Sol el último día del año, ocasión que aprovecharon los combatientes licenciados de la Numancia venidos de toda España para reunirse con el relojero y agradecerle el regalo recibido. La idea cuajó y se extendió, de manera que cada fin de año la plaza era punto de reunión de marinos licenciados, que de esa forma volvían a lucir sus uniformes dando lugar a una tradición que se mantuvo hasta hace poco.
De su paso por España, casi siempre con ocasión de sus viajes a San Fernando, Losada dejó un amplio reguero de relojes, como el ya mencionado de la Puerta del Sol, el de la catedral de Málaga, el del Ayuntamiento de Sevilla o el de la Escuela Naval de San Fernando, desaparecido este último en el incendio que asoló en 1976 el que entonces era el Archivo General de la Zona Marítima. Es la herencia de uno de los relojeros más famosos de todos los tiempos, un humilde pastor fallecido sin descendencia que legó una enorme fortuna a sus sirvientes. Aunque no es menos importante la herencia que dejó a los gaditanos: un par de cronómetros en el Observatorio Astronómico, supervivientes del cargo original, mermado por una serie de desafortunados naufragios, y un bonito reloj en la plaza del Arenal de Jerez que, aunque hoy lo veamos con las manecillas vencidas o desaparecidas, simboliza la fuerte vinculación del gran Losada con la provincia de Cádiz.
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