Con la venia
Fernando Santiago
Quitapelusas
Su propio afán
CASI todo se ha escrito ya de Rodrigo Rato. Resulta raro, sin embargo, que nadie haya cuestionado el muy milimetrado alcance de la responsabilidad moral de estos casos de corrupción.
El Código Penal se basa en el principio de la responsabilidad individual, de honda raigambre cristiana; pero una sociedad cada vez más laica se abalanza a buscar al responsable colectivo. Para la corrupción política se ha impuesto una unanimidad sin fisuras: las siglas del partido que corresponda.
Lo tenemos tan asumido que no nos paramos a pensarlo. ¿Por qué nuestra indignación se detiene (y contiene) en el partido que toque? Ni queda más abajo, en la federación local o regional. Ni va más arriba, al sistema político o, más aún, a la sociedad en su conjunto; o incluso a la civilización en su estado actual. ¿Y si una función secreta de los partidos fuese crear compartimientos estancos para controlar esta avalancha diaria de escándalo?
Alguna responsabilidad solidaria tendrá la sociedad cuando la corrupción campa por todas partes: empresas, sindicatos, partidos, administración… Está demasiado repartida como para pensar que pertenece a un bando u a otro, aunque sea alternativamente a ambos. ¿Nadie se plantea si nuestro tiempo se ha especializado en asimilar poderosos con corruptos, y viceversa, indistinguibles? Esta época ha fracasado con sus triunfadores. No hay notables, sino notorios, como anota Gómez Dávila. De la mediocridad no se salvan ni los aristócratas -con algunas excepciones, que confirman la regla-, tan cómodos con una notoriedad a lo sumo mediática, con lentejuelas, sin más.
Estamos ahora con Rato, pero los ejemplos podrían multiplicarse. ¿Para qué sirve tanto poder acumulado, sino para acumular dinero? Los nuevos señores, ¿hacen algún mecenazgo artístico de auténtico valor? Los políticos de peso, ¿qué ideales sostienen? Aquel gobierno de Aznar que se decía liberal-conservador se concentró en los asuntos económicos, relegando la regeneración democrática, el encauzamiento de las autonomías, la reforma educativa y el rearme moral. ¿Qué tiene de extraño que ahora un ministro de economía de entonces se haya revelado tan obseso de su propia hacienda?
La responsabilidad jurídica de Rato es suya y tendrá que responder; y el PP está, por más que se revuelva, en la picota política. Pero hay que atreverse a dar un paso y preguntarse: ¿más allá, qué? ¿No hay culpa sistémica alguna?
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