Con la venia
Fernando Santiago
Quitapelusas
Su propio afán
CUANDO leí la noticia en el Diario, me eché a temblar. El Ayuntamiento de El Puerto daba demasiadas explicaciones de por qué repoblaba la Avenida Micaela Aramburu, arrasada por el picudo rojo, con cocos plumosos y no con la palmera datilera de siempre. Oh, el coco plumoso -se nos decía- es una maravilla, no le ataca el picudo y se pone, con el tiempo, muy bonito. Y se nos volvía a decir. Recordé a Aquilino Duque: "Todo el que insiste, miente".
En esto de las palmeras, como en todo, hay clases, y eso de las clases depende, como todo, del estilo. Las palmeras datileras son palmeras comme il faut. Esto es, de las que tiran para arriba con ganas y se anclan en la luz. Y todavía más: abren sus ramos vigorosos como un fuego artificial, donde los colores los pone nuestra imaginación, pero, a cambio, es palpable la grácil curva de su vuelo, el tronco. Incluso más: en las tardes de viento de Levante, las datileras parecen Medusa, con su cabeza loca de serpientes rebullendo. Uno se queda de piedra mirando la loca agitación de una palmera datilera al viento. No creo que los cocos plumosos estén a la altura.
Claro que con los años, tal vez… Hace muchísimos, en mi infancia, no podía evitar cierto desprecio hacia las palmeras washingtonias de mi calle, comparadas con las auténticas del centro de El Puerto. Pero aprendí a apreciarlas. Porque han echado raíces en mi biografía, por supuesto; y porque han estirado y se han clavado en el cielo con voluntad de pilum; y también porque en una de mis novelas de culto, El jardín de los Finzi-Contini, unas palmeras washingtonias son el orgullo de la hermosa Micòl, y en su casa las abrigan en invierno con pacas de paja para que no se hielen, mientras presiden, majestuosas y exóticas, la rara historia de amor…
Asumo, pues, que dentro de treinta y tantos años podamos cogerle cariño a los cocos plumosos. Tendrán que superar un reto de altura. Los maliciosos picudos rojos perdonaron la vida a algunas palmeras datileras, de modo que el contraste se agudiza. En la Avenida Micaela Aramburu se libra una batalla ética. Los cocos plumosos tienen por delante (por encima) la difícil tarea de no guardar rencor a las altivas palmeras datileras que quedan. Eso, por experiencia propia y del género humano en general, es difícil. Si los cocos logran perdonar a las supervivientes su clara superioridad, la belleza moral, al menos, la tendrán conseguida.
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