Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Su propio afán
DENTRO de las obras de misericordia espirituales, la más espiritual es "Dar consejo al que lo necesita". Muy rara vez un consejo se materializa. Con todo, es una obra preciosa desde su misma formulación. Obsérvese que el consejo hay que darlo "al que lo necesita" o "a quien lo ha de menester", no tanto al que lo pide. En realidad, consejos necesitamos todos y aún el doble el que da uno, pero el que lo solicita ya está muy cerca de la sabiduría socrática. En su gesto se nota que tiene andada más de la mitad del camino hacia la decisión acertada.
Las grandes dificultades que acechan a esta obra de misericordia son tres, en un perfecto desequilibrio. Dos en la parte del consejero y una, apenas, en la parte del aconsejado. Así se ve quién se expone más.
El primer riesgo del consejero es que confunda su papel y arree una orden en vez de ofrecer una sugerencia. Ese defecto teórico complica luego endemoniadamente la práctica: el consejero se siente desobedecido, si no siguen su consejo, y puede llegar a proferir: "¿Para qué me preguntas si luego haces lo que te da la gana?", frase que es pariente cercana del "Ya te lo dije", pero peor incluso. El buen consejo no limita jamás la libertad del aconsejado. Si lo hace, deja de ser un consejo y dejan de consultarte en el futuro.
El segundo riesgo es que, como el consejero no se toma ninguno personal, diga lo que se le ocurra, sin sopesarlo. Y así no vale. El auténtico consejo tiene que sentir todo el peso de la responsabilidad que no tiene. Cuando un amigo te presta algo material, un libro o un coche, lo cuidas con una atención multiplicada, que roza el agobio. Quieres estar a la altura de su confianza. Quien pide tu consejo te ha prestado su juicio y su sentido común, nada menos.
La dificultad para el aconsejado no está en ser agradecido. Con un mínimo de buena crianza, qué menos. Lo complicado es no venir más tarde, si se siguió el consejo y no fue bien, con un memorial de quejas y la exigencia de responsabilidades. La responsabilidad es la hija única de la libertad, y un consejo, si lo fue de verdad, no obliga al aconsejado, como decíamos. Sin embargo, la posibilidad de esa queja tan injusta e inapropiada no deja de ser para el consejero una advertencia y, si llega, un sacrificio que ha de encajar con una sonrisa y unas disculpas. ¡A ver si nos creíamos que las obras de misericordia espirituales son las que salen gratis!
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