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Carmen Camacho
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MI hija (5 años) le pregunta a su madre: "¿Por qué estás enamorada de papá?". No es una pregunta retórica porque cuando mi mujer empieza a explicarle lo inexplicable, la corta con un argumento de peso: "Pero papá está gordito". A pesar de mis kilos, cuando mi mujer me lo cuenta, doy un respingo de tres palmos sobre el suelo. In extremis me convence de que no vaya corriendo -dentro de mis posibilidades- a decirle nada a la niña, porque, si no, perderá -dice- la confianza con ella y dejará de contarle sus temores y angustias más profundos. Menos mal que como la criaturita no sabe leer, puedo venir aquí a desahogarme. La literatura tiene eso: permite una intimidad demasiado íntima incluso para la propia intimidad.
También me ha refrenado una inquietud interior. Mi primer impulso, cuando el respingo, fue desearle a mi hija un buen marido gordito, ea. Y ahora tengo que analizar si eso era venganza, rencor y resentimiento. Sería feo.
Creo que mi deseo es puro. No por una asociación entre la obesidad y la opulencia, como antiguamente, cuando se ponderaba "la hermosura" del niño gordo, o como ahora en los chistes de banqueros del gran Mel. Hoy es todo lo contrario (y a las pruebas me remito): los ricos tienen entrenadores personales y tal. Tampoco sostengo el argumento estético (en eso le doy la razón a mi hija) y estoy seguro de que la moda del fofisano pasará más pronto que tarde. Sería una impostura por mi parte agarrarme a una moda como si fuese un dogma porque me ampara y justifica.
En cambio, estoy convencido de las virtudes morales e intelectuales de un marido gordito. Para mí que los abdominales predisponen al adulterio o, al menos, lo facilitan. Por si acaso esto no fuese más que un prejuicio en legítima defensa, reconozcamos que para tener tantos músculos hay que pensar sin descanso en el deporte, lo que impide que uno se dedique a otras cosas, teniendo en cuenta que las horas del día -y de la vida- son muy limitadas. Un musculoso es un señor que dedica sus desvelos a la sudoración.
Y a no comer de todo. Yo a veces almuerzo sin hambre y ceno sin ganas por veneración a los alimentos, que dieron la vida para llegar a mi plato, por agradecimiento a la cocina, por cariño a los comensales, por respeto al rito… Quisiera para mi hija un hombre con su curva de la felicidad, qué bello nombre. Ojalá la apabullante presión mediática no le estrague el gusto a la chiquilla.
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