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EL mes de agosto es la temporada alta de cenas benéficas y de eventos culturales. Decía Leopoldo Panero que San Sebastián (vulgo Donosti) "abre sus amplias alas de gaviota". El veraneo aquí planea con dos afiladas alas de charrancito: una, la fiesta, representada, a mi edad, por las cenas benéficas; otra el reposo y la reflexión, que alientan los eventos culturales y las presentaciones de libros. Ayer conferenció o mini-mitineó Alfonso Alonso, ministro, tirándose más a la fiesta o al ruido que al silencio. Lo contaré el domingo, que mañana le toca a Kichi, al que tengo abandonado, aunque él no me echará de menos. Hoy es el día de Guadalupe Grosso, que presenta su libro en las Bodegas Mora (Osborne) de El Puerto de Santa María.
Es un libro silencioso desde el título: La casa dormida. Nada mejor para escribir de la otra ala del verano, de la que apenas se habla, porque es la callada. Los agostos, incluso si nos empeñamos en exprimirlos al máximo, necesitan un mínimo de minimalismo, como el que describe Benítez Ariza: "Si cierro los ojos, mis sensaciones se reducen a la caricia del viento sur y al rumor del mar en los oídos. No pido más". Hay que saber no andar siempre pidiendo y darle su tiempo a la nostalgia, uno de los grandes reconstituyentes del espíritu.
El libro de Lupe Grosso cierra los ojos y sus sensaciones vuelven (vuelan) hacia atrás, a la casa-palacio de sus abuelos, donde vivió. Habita en la memoria. Pero tiene la habilidad o, mejor dicho, hablando de una casa, tiene la hospitalidad de no hacer puntillismo ni hiperrealismo.
Por eso me he permitido el ligeramente grosero juego de palabras del título con su primer apellido, y eso que, siendo la casa de sus abuelos maternos, el libro trae, sobre todo, aroma a Romero. El modo sí es Grosso, además de porque es una familia que, bien por lo culinario, bien por lo artístico, propende a lo exquisito, porque es un libro aproximativo. Y no es que no acierte Lupe a ser precisa, sino que nos aproxima. Todo se presenta algo vaporoso, como en un sueño (la casa está dormida, no lo olviden), lo que propicia que el protagonismo no sea nunca de los lugares particulares ni de las anécdotas concretas, sino del tono y del sentimiento. Y como éstos son comunes, porque pasado tenemos todos, La casa dormida funciona como un catalizador de nuestras propias memorias, nostalgias, emociones y silencios. Es una fiesta (interior).
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