Enrique / García-Máiquez

Urbanidades

Su propio afán

05 de septiembre 2015 - 01:00

FUE el insigne filósofo Alfredo Cruz Prados quien nos explicó la regla de oro de la buena educación: ponerse en el lugar del otro. Natural que fuese un filósofo, porque, si bien se piensa, lo de salirse del propio ser es pura metafísica. Como es un reconocido experto en el pensamiento político de Hobbes quizá se adornase: "El hombre debería ser un cordero para el hombre". Las muy meticulosas reglas de urbanidad sólo son concreciones del principio general de ponerse en la piel del vecino. Hay que dejar pasar a una señora primero, pero si es en un taxi, como el que entra antes tiene que desplazarse luego por el asiento trasero dando culazos con saltitos ridículos, pasa el hombre. Es curioso que Cruz, que se sabía su catecismo, no concretase tanto como Josep Pla, que sentenciaba: "La forma más alta de la elegancia es la caridad".

No puedo estar más de acuerdo. Es un tema que me interesa mucho a raíz del pasmo de descubrir que todos solemos estar satisfechos de la educación que hemos recibido, se nos note o no. Observen cómo el personal aspira a perpetuarla en sus retoños: "Quiero dar a mis hijos la educación que me dieron", aseguran muchos ante la estupefacción del auditorio. Yo prefiero seguir aprendiendo (también porque me hará más falta), y me fijo en los demás, a ver qué puedo copiarles. Sueño con llegar a ser uno de los viejecitos más galantes del asilo.

Ahora estoy en proceso, y a menudo doy un paso atrás, como en este artículo, pero es que ser columnista en muy sacrificado y siempre se termina hablando más de la cuenta. Lo educado por mi parte sería sufrirlo en silencio, pero a lo mejor así ayudo a alguien. ¿Sufrir qué?, preguntarán ustedes con razón. Sufrir la exquisita educación de mis amigos. Bastantes de ellos son tan considerados que horas antes de una conferencia, mientras la estoy preparando muy angustiado, tienen el bonito detalle de ir informándome de que, sintiéndolo mucho, no van a poder asistir. Sobre el papel, no cabe más delicadeza. Sobre mi espíritu, sin embargo, se ciernen las sombras y me visualizo en una sala desolada en la que retumba el eco de mi voz temblorosa. Alfredo Cruz y Josep Pla estarían de acuerdo conmigo en que lo caritativo sería hacer la amable llamada o poner el cariñoso mensaje después, cuando haya pasado el trance, y el conferenciante pueda contestar con una sonrisa: "Se te echó de menos". Antes, distrae, alarma, desazona.

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