Enrique / García-Máiquez

Vituperio de las quejas

Su propio afán

13 de septiembre 2015 - 01:00

EL otro día llegué a una reunión de amigos y desde la puerta me puse a protestar como un poseso del trabajo que tengo. Me oyeron con paciencia y hasta con sentidos gestos de solidaridad. Qué buenos son. Luego, al fin, ya agotado y con la boca reseca, dejé que la conversación cogiese otro vuelo. Y alguien aprovechó para contarnos que se había encontrado con uno de los novísimos concejales de la provincia y que le había dicho que aquello era trabajo, mucho trabajo, un montón de trabajo, uf. Yo vi, como en un espejo, lo ridículo que queda quejarse.

Hace unos años escribí un "Elogio de las quejas" por la aliteración y para citar un haiku incomparable de Shiki, que así sí vale quejarse: "¡Que ella viviese/ y penar juntos/ viendo nacer la luna!" Claro que en esas circunstancias, lo de menos es la queja, sino estar juntos, los dos; y, tres, la luna. Si ahora me contradigo, es una aplicación particular del método recomendado por Chesterton. Él escribía un artículo para un periódico general y otro para uno de información católica y, en el último instante, los intercambiaba. Ésa era, explicaba, la clave de su éxito: cada público leía con sorpresa lo que no le estaba destinado. Yo, como no me contrata ninguna hoja parroquial a pesar de que hago méritos, intercambio mis estados de ánimo. Si feliz, hago un elogio del llanto; si triste y agobiado, defiendo la imperturbabilidad. El método tiene la ventaja añadida de que vivo en una permanente empatía con el que no está de acuerdo con mis tesis.

"La queja trae descrédito", advirtió Gracián; pero lo trae, si me permiten que me ampare en los clásicos, que son mis primos de Zumosol, lo trae, digo, como decía Calderón, porque siempre, si uno mira para atrás, hay alguien con más motivo para lamentarse. ¡Qué descrédito quejarse del trabajo que se tiene cuando tantos ni lo tienen! O de un dolor en el pecho con la de amigos y conocidos que sufren enfermedades serias. ¿Para qué lamentar una puñalada trapera si la mejor defensa (que es el mejor ataque) es una sonrisa compasiva?

Una amiga me sopla una frase que piensa de alguien prestigioso, aunque yo la he buscado en Google y no la encuentro. Siendo tan bonita, bien puede ser de ella. Dice: "Que no me digan que te tienen lástima", y no se me ocurre un consejo a la vez más tierno y más exigente. Con ese tesoro tintineándome en la memoria, ¿cómo va a uno a quejarse y, sobre todo, de qué?

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