Cambio de sentido
Carmen Camacho
¡Oh, llama de amor propio!
Su propio afán
VON Bismarck proclamó: "Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido. El día que deje de intentarlo, volverá a ser la vanguardia del mundo". Si se observa cómo llevamos decenios manejando el problema del nacionalismo en España, asombra, en efecto, la resistencia de nuestro país, que no se ha descompuesto todavía a pesar de tanto desatino.
El último, José Manuel García-Margallo, quiero decir, su querencia a hablar del problema catalán, que tendrá su apoteosis en un cara a cara con Oriol Junqueras en 8TV el 23 de septiembre. No creo que haya ningún español, incluyendo al Rey, que debiera hablar menos del problema catalán que el ministro de Asuntos Exteriores, que no calla. Pretendiendo los nacionalistas que Cataluña sea un país independiente, el menos indicado para discutir con ellos es el encargado de negociar con los demás países soberanos. Si Margallo siente unos irreprimibles impulsos de hablar del asunto, que deje de ser ministro de Exteriores y se pase al Ministerio del Interior, donde podría largar todo lo que quisiera del procés sin meter la pata por el simple hecho de largar él, sin importar la pertinencia o no de sus argumentos.
Que ésa es otra. Además de la impertinencia ontológica, tampoco anda atinado. A menudo, quizá porque es ministro de Exteriores, se sale de órbita, como cuando propone la cesión del IRPF, levantando la sospecha de conchabeo final, reventando la coherencia del discurso del PP y dinamitando los puentes con los otros partidos constitucionalistas. No sólo es que hable el ministro de Asuntos Exteriores, que ya estaría mal, es que habla mal, encima.
Y luego está su imagen clásica de alto funcionario del Estado. Resulta elegante, sí, pero no es la mejor teniendo en cuenta que el nacionalismo catalán lleva en su ADN un rechazo del estatismo centralista. Hasta el genio y la figura de Margallo, pues, juegan en contra de lo que defiende.
Junqueras no se habrá visto en otra: incluso él arrasará en el debate, aunque sólo sea por quién es su interlocutor. Pero tal vez estemos ante un sagaz plan. La perspectiva de una victoria de Junqueras puede aterrorizar a todos los que votan por la independencia de forma frívola, para fastidiar, más que nada. Ver a un Junqueras exultante debe de quitar las ganas. Porque si no es por eso, no me lo explico.
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