Cambio de sentido
Carmen Camacho
¡Oh, llama de amor propio!
Su propio afán
A MUCHOS les apasiona viajar, a mí las casas. Y las viejas casas palacio de mi pueblo, por tanto, por partida triple: por viejas, por casas y por mi pueblo. Qué melancolía el estado ruinoso en que se hallan tantas, hincando su rodilla en tierra, vencidas. Se ha caído la torre, la airosa torre, de la casa del marqués de Arco Hermoso cuando hace nada presentábamos La casa dormida, el libro de Guadalupe Grosso donde reúne sus recuerdos de cuando vivía allí con sus abuelos. Parece que el edificio había estado esperando ese tributo literario para poder rendirse en paz.
Cuando pienso en las grandes casas de antaño me asalta un recuerdo reciente. La pasada Semana Santa fui en la pavera de mi hermandad, cuidando a los pequeños penitentes. Venía también una chica, para coordinar la asistencia a los niños y a las niñas, respectivamente. Eso implicaba, a pesar del velillo, una comunicación fluida. Cruzando una de esas calles del Puerto semiabandonadas, le susurré: "Qué lástima de casas cayéndose". Respondió: "¡Y pensar la de familias que no tienen un techo!" Comprendí que mirábamos las casas desde una óptica distinta, y que ella tenía la primacía ética. Desde entonces no entono mis nostalgias arquitectónicas sin tener presente el problema de la vivienda.
Lo cortés, sin embargo, no quita lo valiente. Unos centros de las ciudades y los pueblos donde las casas monumentales estuviesen cuidadas y habitadas dinamizarían las economías locales. Y, sobre todo, realzarían la hermosura de las calles, que son patrimonio de todos. Vivir entre ruinas deprime el ánimo y estrecha las expectativas. Tal vez las ruinas sean, en el fondo, el monumento más representativo de nuestro tiempo, pero, si es así, y no sólo en la arquitectura, como puede verse hoy en las noticias, la restauración tiene que ser el gran tema del tiempo venidero. Se relaciona al conservador con la molicie y el verlas venir, pero lo que viene, si uno se deja, es la ruina. El conservador tiene que desarrollar una actividad incansable.
Para salvar las casas habría que aliviar las cargas fiscales, la maraña legal y los trámites burocráticos para hacer atractiva la inversión. Pero, ¿sería bastante? La restauración requiere una energía extraordinaria: amar apasionadamente el pasado, confiar en el presente y soñar con el futuro. Como el problema de la vivienda, el del patrimonio histórico es, en el fondo, un termómetro moral.
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