Cambio de sentido
Carmen Camacho
¡Oh, llama de amor propio!
Su propio afán
SE rumorea que Twitter sopesa levantar el límite de los 140 caracteres por mensaje. Así crecerá -cree- su número de usuarios. Como táctica me ha recordado de golpe a esa idea recurrente de aumentar el tamaño de los hoyos de golf de los 108 milímetros a los 158 m o incluso a los 200. Para facilitar la cosa.
Los argumentos a favor no faltan. Produce frustración, dicen (y lo tengo comprobado), no meter la bolita en el hoyito ni a la de tres. Eso hace que el número de aficionados decrezca. A lo que hay que sumar el tiempo que lleva una partida, que se acortaría en casi una hora si los hoyos fuesen más grandes y se embocase, en consecuencia, antes. Incluso haría más barato el deporte, porque al pisar menos los greens, no habría que abonarlos, cebarlos con arena y regarlos tantísimo. A bote pronto, todo son ventajas.
Sin embargo, la idea no termina de cuajar. Es lógico. Si el golfista quisiese un deporte fácil y rápido, haría running, que además está de moda. O, si se niega a sudar, jugaría al croquet, que también está de moda. No minusvaloremos el componente de masoquismo o de superación de uno mismo, que se empequeñece si se agranda el hoyo.
Por razones parecidas, espero que la propuesta de Twitter no prospere. Su encanto está en la brevedad. Algún autor de haikus advirtió que todo lo que no pueda decirse en diecisiete sílabas no merece decirse. Twitter es comprensión, en los dos sentidos. Para escribir sin cortapisas, en los dos sentidos, ya tenemos Facebook.
Éstas son dos anécdotas. La categoría consiste en que en los límites estriba la grandeza. Y la diversión. Cuando mis padres me quitaron la hora de vuelta a casa por las noches, bastaron dos o tres sábados para entender que tenía que inventarme enseguida una férrea ley paterna con una hora terminante de recogida. Si no, todo perdía la gracia, y se trasnochaba por trasnochar. Para asombro de mis amigos, fui el joven más viejo de la comarca con una hora de vuelta a casa. Qué bien dormía. Y las noches que no dormía, aparecía como un intrépido rebelde que desafiaba las estrictas normas de unos severos padres anacrónicos. Y al día siguiente, podía fingir que estaba muy castigado y quedarme en casa convaleciente y silencioso. Se me va acabando el espacio -precisamente-, pero es mejor. La moraleja de este artículo la pueden sacar muy bien mis sagaces lectores. Me evitarán así el bochorno inútil de ponerme demasiado moralista.
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