La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Su propio afán
LA muerte de Andrea, de doce años, llegará precedida de agrias polémicas y de graves decisiones. Y aún será más triste viendo cómo se ha convertido en un motivo, aunque sea indirecto, de celebración. No para mí.
Como todos, estoy en contra del encarnizamiento terapéutico. La polémica es de conceptos, matices y límites, como siempre en una sociedad civilizada y compleja. Alimentar a un enfermo, ¿puede considerarse, de verdad, encarnizamiento terapéutico? La piedad también ciega a los hombres, como el amor, y podemos pedir a la medicina y al derecho que traspasen una frontera muy delicada. Retirar los medios extraordinarios que mantienen con vida a un paciente sin esperanza no plantea problemas éticos. Pero otra cosa muy distinta es echarlo a morir.
Me parece necesario que nuestra sociedad pare un momento y se mire al espejo de sus actitudes, aunque no le guste lo que vea. Repasemos por qué motivos nos movilizamos. Llegaron al paroxismo los intentos para evitar que el perro "Excalibur" de Teresa Romero fuese sacrificado durante la gestión -que se mostró muy eficaz- de la crisis del ébola. La presión social y mediática es capaz de girar 180 grados y pedir la muerte de una persona.
Hay, sin duda ninguna, una pulsión siniestra en nuestra sociedad hedonista. Se palpa en mil detalles: o intrascendentes en apariencia, como la afición creciente a Halloween, o mucho más serios, como estas causas que la gente enarbola o como las batallas que, en cambio, no se dan por nadie; o como nuestros índices de natalidad; o como el ecologismo extremo, que atisba en el ser humano una plaga del planeta.
Que el placer máximo y la comodidad absoluta acarreen (¿por qué ocultos vasos comunicantes?) una querencia fúnebre es una paradoja que escapa a los límites de este artículo; y de este articulista que la observa atónito. Una paradoja paralela es que se proponga y defienda la eutanasia precisamente en estos tiempos, cuando la atención médica, la sedación y los cuidados paliativos son mucho mejores que nunca. Quizá la cuestión no sea tanto de dolor o de piedad, como que nuestra sociedad se halla sin ánimos para encontrar, como han hecho siempre las culturas vigorosas, un sentido a la vida (o sea, a la alegría, al heroísmo, al amor, a la enfermedad, etc.). No alcanzamos a más que a dejarnos llevar de la inercia que la naturaleza y el tiempo nos imponen; y que empuja, en efecto, a la muerte.
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