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Carmen Camacho
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SHAKESPEARE está infravalorado. A pesar, incluso, de la veneración del Dr. Johnson, de Harold Bloom, de nuestro Jorge Luis Borges, de mi Chesterton, Shakespeare siempre acaba siendo más grande que todos nuestros elogios y admiraciones. Mi último deslumbramiento es un verso del gracioso borrachín embromado Christopher Sly en La fierecilla domada. Le dice a quien él cree que es su mujer: "We shall ne'er be younger", esto es: "Nosotros no seremos tan jóvenes nunca".
No conozco una formulación más redonda del famoso Carpe diem. Todos los carpe diem de la literatura o de la vida portan consigo un incomodísimo sabor amargo: la juventud se va, huye inexorable el tiempo, atrapa el día que se escurre de tus manos sin remedio como el agua o la arena del desierto, no olvides que serás viejo y estarás cascado en un santiamén, etc. Nada demasiado alegre. Una estresante y, por tanto, contradictoria invitación a la dicha y al placer, a poco que uno se la tome en serio.
William Shakespeare, en cambio, da en el blanco. "Nunca seremos tan jóvenes" tiene, por supuesto, el vértigo de la huida del tiempo, pero a la vez, qué prodigio, consigue dárnoslo, ese vértigo, con una frase que produce una celebración perenne. Yo nunca seré más joven que cuando escribo esta línea. Tras el punto, ya soy mayor, ya, pero nunca seré más joven que ahora mismo, nunca. El conejo de Alicia, que llega tarde, llega tarde, se convierte en un jueguecito de niños ante esta juventud máxima del último instante.
Desactiva, además, las comparaciones, que son odiosas. No echas a pelear tu juventud con la de nadie, sino contigo mismo y siempre eres, en cualquier punto de tu vida, lo más joven que puedes ser. ¿No es pasmosa la genialidad de Shakespeare, que le da la vuelta a todo? El tiempo, que en teoría nos envejece, nos recuerda, divertido y feliz, travieso, que somos más jóvenes que lo seremos nunca, tengamos la edad que tengamos. No son extraños los versos que preceden esta declaración: "Ven, señora esposa mía, siéntate a mi lado/ y dejemos que el mundo ruede".
No se puede pedir más, humanamente. La esperanza del paraíso me lleva a pensar que allí exclamaremos, exultantes: "¡Nunca fuimos tan jóvenes!", pero la eternidad tiene esas cosas y es cuestión de fe. Aquí sólo venía a decirles que no pasa nada porque se haya acabado el puente y volvamos a la lucha diaria. Nunca seremos más jóvenes que hoy, martes, 13.
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