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SOY muy aficionado al trabajo en equipo. Hoy como nunca. De la pesadez de glosar las declaraciones del alcalde de Cádiz denigrando el descubrimiento de América me han dispensado Enrique Montiel y Pedro Manuel Espinosa con sus sendos y estupendos artículos de ayer. Puedo hablar de lo que tenía previsto.
Quizá no les suene el nombre de Pilar Millán Merello. Yo no la conocía hasta hace poco más de un mes, ni la conozco apenas. Pero llegó al instituto donde trabajo en septiembre, destinada como profesora de Lengua y Literatura sólo para un mes, porque se jubilaba. A pesar de que todo -el ajetreado comienzo de un curso, su jubilación inminente, unos alumnos a los que ella no evaluaría, unos colegas extraños…- podía invitarla a relajarse y a dejar correr los días, no lo ha hecho. Ha sido una profesional incansable, dispuesta, eficaz y cooperativa hasta el último minuto del último día. Sus alumnos dirán lo mismo que yo, que he recibido una lección de ética profesional como la copa de un pino. Ha sido un mes, pero Pilar Millán me ha dado un curso completo, inolvidable.
Coincide su jubilación con la enésima bota de oro de Cristiano Ronaldo. No pretendo quitar mérito al goleador, que lo tiene, aunque qué voracidad acaparadora de portadas, que contrasta con el silencio con el que nuestra profesora se ha jubilado. La fama tiene un inquietante efecto llamada y los premios se precipitan sobre los previa y profusamente aplaudidos. Los reconocimientos son gregarios. En el mundo del deporte alcanzan unos niveles de redundancia ensordecedora. Pero así, en todo. El célebre Antonio Banderas ha recibido una medalla al mérito policial del Ministerio de Interior, que, a la vez, se las niega a algunos policías heridos o heroicos (o ambas cosas a la vez) en actos de servicio. Condecorar al famoso es fácil, agradable y mediáticamente muy rentable. Con independencia de que el famoso se lo merezca, como será el caso de Banderas.
Nuestra sociedad tiene que mejorar sus hábitos de reconocimiento público, porque el mérito está muy repartido y, a veces, semioculto, pero no es menos valioso por eso, al contrario.
Yo, que no soy nadie, encaramado a esta columna y gracias al trabajo de mis compañeros, que me libran de hablar de Kichi, Dios se lo pague, me voy a permitir otorgarle a Pilar Millán Merello una simbólica y virtual tiza de oro. Ella se la merecería de oro de ley, como ha sido su ejemplo.
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