Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
Envío
ES llamativo el hecho de que las democracias presenten una dependencia del liderazgo efectivo de sus dirigentes que otros sistemas, aparentemente más personalistas y exaltadores del poder del jefe, pueden eludir. Han existido autocracias en las que la figura del líder era celosamente ocultada y sólo muy excepcionalmente se manifestaba a las gentes, sin que ello repercutiera en una mengua de la popularidad y la veneración que pudiera suscitar, muy al contrario. El califa abasí, el basileus bizantino, el emperador ming podían regir vastísimos imperios y mantenerse ocultos a las miradas. El problema de la continua exposición que la democracia exige es que pone muy de manifiesto las limitaciones de los líderes, por más que se preparen muy cuidadosamente los escenarios, se elijan los medios, se seleccionen a los entrevistadores y al público, y se pacten las preguntas. Aun así, la pifian.
Hablamos, por supuesto, de las últimas comparecencias de Mariano Rajoy, unas veces obligado por la cercanía electoral y otras arrastrado por la necesidad de hacer frente a lo que los finos llaman el desafío soberanista y yo califico como la desvergüenza separatista. ¿Qué hemos visto y oído en todas ellas? Con independencia del asunto que trate, Rajoy nunca habla con claridad ni se manifiesta de forma que el espectador tenga la impresión de estar ante una persona que dice lo que piensa de veras, algo con lo que se podrá estar o no de acuerdo pero que responde a una convicción profunda. Siempre huidizo, como eludiendo todo lo que pueda parecer un compromiso o que le sorprendan en algo no impolutamente correcto, Rajoy huele a mentiroso que teme ser cogido en su penúltimo embuste. Puesto que ese es su estilo, y sin duda lo sabe, no es extraño que se sienta incómodo y procure evitarse, y evitarnos, estos trances. Una prueba suprema de esa incapacidad para ir por derecho la daba cuando alguien le ha preguntado "¿Qué le diría a un católico para que vote al PP?" y ha respondido con la siguiente, sinuosa y endiablada réplica: "Yo soy católico, pero no voy a pedir a ningún católico que me vote por el hecho de serlo". Con ella busca exactamente lo contrario de lo que dice: no ofrece ningún argumento al posible votante católico, pero intenta atraerlo con un guiño sin valor. Y así, una y otra vez desde hace cuatro años. La costalada va a ser de aúpa.
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