Cambio de sentido
Carmen Camacho
¡Oh, llama de amor propio!
Su propio afán
CON el problema catalán pasa como con todos los problemas. Lo difícil es distinguir lo urgente de lo importante. Ahora mismo tenemos planteado un pulso de los catalanistas con el Estado, en parte para salir del callejón en el que se han metido solos. Y ese pulso el Estado lo ganará de calle.
No se precipiten en calificarme de optimista. Lo ganará por lógica. Dispone de todos los mecanismos del Estado, que son muchos; de la fuerza de la ley; del interés de la UE en que los nacionalismos no se extiendan; del peso de la opinión pública española, que beneficiará a los políticos resolutivos y dignos y que los empujará a una unidad a la que los partidos son alérgicos, pero que se impone; y el Estado cuenta con la mayoría absoluta (por los pelos, pero absoluta) de catalanes que han votado a partidos no nacionalistas. Si con todos estos ases en la manga Rajoy perdiese este pulso, estaríamos ante el político más inepto de la historia.
Pero no soy optimista porque ganar el pulso es nada más que lo urgente. Lo importante es desactivarlo, y ahí hay, ay, pocos visos de solución. Porque el problema catalán no es el problema catalán, recogido en su esquinita, sino un problemón español que compromete directamente a los políticos que tendrían que solucionarlo. Habría que revisar la leyenda dorada de la Transición, nada menos. La Transición, ¿era esto? Transitar, ha transitado, sin duda, y nos ha traído hasta aquí. La Constitución, con su buen rollito de las nacionalidades y su Título VIII, puso el huevo de los soberanismos. Que empollaron luego los grandes partidos, más concentrados en fastidiar al rival que en la razón de Estado. Hemos ido de cesión (de competencias) en cesión (moral), pasando por todas las pasividades posibles. Se suele señalar a la Educación como el ámbito que jamás tuvo que haber sido cedido, pero no es el único. Se permitió que cada comunidad autónoma clonase la estructura de un estado.
No bastaría con echar el freno ni tampoco con meter la marcha atrás, sino que tenemos pendiente un severo examen de conciencia en el que ningún partido, salvos los neonatos -que no parecen muy dispuestos-, ni ninguna institución podrían librarse de reescribir su historia con dolor de corazón y propósito de enmienda. Me temo que no encontraremos muchos voluntarios. Tanto realismo es pedir demasiado. Soy pesimista a largo plazo. Aunque la esperanza es lo último que se pierde.
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