Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
Su propio afán
HACE unos años un periódico me encargó que, durante el verano, recomendase un libro esencial cada jueves. Como serían las nueve semanas de julio y agosto, sudé tinta china para limitarme a nueve libros. Pero junto a la Divina comedia y otras cumbres literarias, situé, haciendo una excepción, un ensayo de René Girard de inquietante título: Veo a Satán caer como el relámpago.
Girard, nacido en 1923 en Aviñón, ha sido un sabio de esos extraños por los que suspiraba su compatriota Michel de Montaigne: que se atreven a saber, que no se enredan con academicismos ni se ponen delante de las corrientes de pensamiento de moda para parecer líderes de opinión. Una excepción a la regla férrea (y plomiza) de la intelligentsia.
Su idea central es que el ser humano aprende a desear por imitación de los deseos del prójimo, envidiándolo. Ese deseo mimético, al recaer sobre lo mismo, desata un conflicto, que se expande geométricamente, y que sería irresoluble y destructivo si no se encontrase un chivo expiatorio al que cargar (de un modo secretamente arbitrario) las culpas de todos. Con su asesinato o sacrificio, la paz vuelve, momentáneamente. Este mecanismo está por debajo de muchísimas costumbres no solo primitivas, sino clásicas. Y explica -de forma deslumbrante- las grandes obras literarias.
Girard dio un paso más: se adentró en la teología. El ateo o agnóstico que fue vio que la Pasión de Cristo es la denuncia y la destrucción de ese mecanismo victimario, porque la única víctima, absolutamente inocente y a la que no se puede cargar con ninguna culpa, se sacrifica por los pecados de los demás. A partir de ahí, el antropólogo no sólo se convirtió, sino que fue capaz de explicarnos el cristianismo con una claridad tumbativa.
Cuya luz irradia sobre la modernidad. La última veta de su pensamiento ha consistido en estudiar cómo el hecho de que Jesucristo haya acabado con el mecanismo victimario y de que el mundo, en cambio, se resista a abandonarlo, produce la dialéctica exasperada de nuestra actualidad más rabiosa.
Imposible escribir esta necrológica con la tristeza que exige el género. Girard tuvo una vida apasionante; y su obra, si no conoció los unánimes aplausos mediáticos, goza de lectores fervorosos y de discípulos fieles que la continuarán. No es muy lógico acabar un obituario con una exaltación agradecida como la mía, pero es que René Girard ha sido en todo excepcional.
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