El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
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Su propio afán
CUANDO se consigue entregar un trabajo o un proyecto complicado a tiempo, a la satisfacción del deber cumplido, que es la más desusada fuente de la felicidad, se suman otras pequeñas dichas. Entre ellas, cuando te señalan muy meticulosamente los defectos de ese trabajo.
No, no se crean que es por masoquismo ni, mucho menos, por humildad por lo que disfruto con esas quisquillosas observaciones. Ni tampoco es la vanidad respondona de que no tengan razón y poder desmontar el criticismo. Normalmente tienen razón, toda la razón y uno agacha la cabeza compungido, aunque sonriéndose por dentro. Y tampoco es hipocresía, porque la compunción es auténtica. ¡Ya querría que todo estuviese perfecto, redondo, al gusto unánime, cosechando parabienes y aplausos! Pero tampoco es falsa esa sonrisa interior. Y ni siquiera un tic triunfalista, aprendido de Ortega y Gasset, por más razón que tuviera el sabio: "Un error se convierte mágicamente en una nueva victoria sin más que haberlo reconocido".
Sucede que cuando a uno le señalan lo que no le salió bien, ve lo muchísimo que pudo salir mal o todavía peor o no salir siquiera. Imaginemos un crítico de tapices que señala al agotado artesano una línea del dibujo más basta que las demás o un color algo desvaído o fuera de tono.
El artesano lo lamentará muchísimo, pero seguirá viendo aún el laberinto confuso de nudos deshilachados por detrás del tapiz, los desvelos y los nervios de última hora, y aquellos pasos en falso que a punto estuvieron de dar al traste con toda la obra, y se dirá: "Ay de mí, ese color, pero qué bien que haya un el defecto, a la vista de todos, en un tapiz que existe; y contrastando más porque los otros colores sí están en su sitio". Sería algo así como unas comas raras: en vez del ideal de "el trabajo bien hecho", al menos "el trabajo, bien, hecho". Y eso es lo que tienen de gozoso las críticas: funcionan como esas comas: te recuerdan que, bueno, se hizo. Se rebufa de rabia por los fallos, pero se suspira de alivio porque estén.
Quizá Juan Ramón Jiménez pensaba en esto cuando dijo (lo cito de memoria y, supongo, con algún defecto o error pequeño) que le gustaba encontrarse un defectillo y no corregirlo. Eso, JRJ, que era mucho JRJ, y que lo encontraba; pero incluso a mí, que no lo encuentro, que me lo encuentran, también me gusta. Es un himno humilde a la existencia, un canto a la tierna fragilidad de las cosas.
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