El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
¡Boom!
Su propio afán
TODOS hemos sentido una cálida emoción al conocer que la compañía The Globe ha representado Hamlet para los refugiados de Calais, en el campamento llamado "La Jungla". Ahora quisiera tener manos delicadas como la lluvia para añadir algo que viene a matizar críticamente lo que tuvo tanto sufrimiento frente al escenario y, encima de él, tan buenas intenciones.
Los mismos refugiados me ayudarán. "Primum vivere, deinde Shakespeare" es lo que en la práctica han replicado ellos en varias entrevistas sobre el terreno, quiero decir, la adaptación del viejo adagio: "Primum vivere, deinde philosophari". Sin hablar demasiado inglés, cercados por el hambre, el frío, la incertidumbre, el hacinamiento, la salmonela y el miedo, hubiesen preferido medicinas, alimentos, alojamiento digno y papeles para cruzar a Inglaterra. Lo que más valoraban era la repercusión mediática que tendría lo del teatro: un mensaje de socorro en una botella escénica. Este artículo quiere recoger esa botella.
Pero las inquietudes de Hamlet son otras, muy distintas. Si al menos hubiesen representado el TomásMoro, cuyo más intenso monólogo se compadece, precisamente, del desamparo de los refugiados… Pero ni así: ese desamparo ellos ya se lo saben de sobra. A quienes conmociona y conmina el discurso del Tomás Moro de Shakespeare es a nosotros.
Ya ven que no digo que Shakespeare no tenga nada que decir sobre esta cuestión. En absoluto. Valga el ejemplo del TomásMoro. Tiene muchísimo que recordarnos, pero no, en primer término, a los refugiados, por desgracia, sino a nosotros, que somos los que debemos aceptar la apuesta que nos lanza por el comportamiento ético, por la reflexión valiente, por mirar a los ojos a los problemas más graves y a sus causas últimas y por enfrentarnos, como Hamlet, a los demonios de la indecisión y de la extrema dificultad de un juicio moral correcto al que ajustar, además, luego, nuestra acción.
La emocionante noticia de la representación y mi agridulce comentario nos invitan a reflexionar sobre el concepto de cultura que, implícitamente, promueve actos como éstos. En verdad, la cultura no es un bien transferible en cómodos plazos, ni un espectáculo ni un objeto de consumo, ni básico ni selecto. Es un aldabonazo en la conciencia, un sacudimiento de nuestras excusas, una llamada imperiosa al compromiso. Y eso, me temo, nos hace mucha más falta a nosotros que a los refugiados.
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