La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Su propio afán
ESTOS días hablábamos, qué remedio, de la libertad de expresión, y hubo quien defendió muy serio la existencia de un derecho a la blasfemia. Aquí todo lo convertimos en derecho, que es el primer paso hacia la subvención, derecho humano posmoderno por excelencia. Aunque la subvención para la blasfemia ya la tienen conseguida bastantes artistas en muchos casos.
Comprendo mejor la blasfemia de los que creen en Dios, que, en esos casos, además, corre por su cuenta y riesgo. Pero quienes no creen, ¿por qué no blasfeman contra Thor o contra Tutatis? ¿Porque se ven ridículos? Una de dos, o creen un poquito más de lo que piensan o blasfeman por fastidiar al prójimo. El que proponía el derecho a la blasfemia aseguraba no creer en nada (y yo le creo); pero entonces no estamos hablando de un derecho a la blasfemia propiamente dicha, sino de un derecho a incordiar al prójimo. Como advierte la propia palabra "blas(fe)mia", hace falta la fe para que eso no quede en una blas-mia.
Para la blasmia es imprescindible la publicidad. El creyente que tenga algún problema real que solventar con el Creador lo resuelve cara a Cara. El que quiere provocar necesita su altavoz o su escenario y mucho eco. Por eso los blasfemadores ateos no la toman jamás con Júpiter. Incluso se entiende un poco que no la emprendan con Alá, porque quieren provocar, no provocar una masacre. Pero no quiero caer en la retórica del susto o muerte, que consiste en echarles en cara que no se atrevan con Mahoma. Entre occidentales, hay argumentos más racionales que acusar de cobardía o presumir -con un fondo de mala conciencia, tal vez- de mansedumbre.
Desde luego, para el ejercicio de la blasfemia pura, la blasfemia por la blasfemia, por amor al arte, nada mejor que chulearle a Zeus mismo. No se contaminaría con el dolor de nadie la audacia cósmica del ateo. Pero no les vale, porque la gracia está en la ofensa al prójimo, quod erat demostrandum. Así, el derecho a blasfemar no es tanto una especialización de la libertad de expresión como una servidumbre de paso o de pisoteo a los creyentes. Lo cual nos plantea una pregunta urgente: si a cada derecho corresponde un deber, ¿cuál es el que acompañaría a este novísimo derecho a blasfemar o a blasmear? ¿El de aguantarnos o el de responder? Lo pregunto con un interés particular, más allá del hecho general de que siempre me interpelaron más los deberes que los derechos.
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